domingo, 26 de febrero de 2012

Silencio

Yo los vi, yo los vi –vino corriendo Aldo- que sí, que eran cincuenta... y ahí Batista lo cortó. ¿Eran cincuenta o como cincuenta? –le dijo. Y Aldo que no, cincuenta justito. Que no los había contado, que de alguna manera lo sabía. A eso de las ocho, bien tempranito y todos juntos. Paró el tren, Don Batista, le juro. Y bajaron. Se ve que venían ellos solos, porque el tren se quedó en la estación. Mire, vaya y fijesé si no me cree. Y así como venían cruzaron el pueblo, claro, nadie los vio porque todos dormían. Había mujeres, hombres, algunos viejos. No, muy viejos no, así como usted. También un nenito. Y correteaba. Al principio era el único que hacía ruido. No sé de quién era, pegaba unas corridas y cuando volvía con la gente se agarraba de la primera mano que veía, caminaba un ratito y ahí se soltaba y de nuevo a corretear. Algunos pocos hablaban entre ellos. No, hablaban igual que nosotros pero bien bajito. Y caminaban casi sin hacer ruido. Usted no los vio porque no pararon ni una vez, por ahí estaba adentro haciendo algo. Y se mandaron por el camino, derecho. Pasaron por el aserradero. Ahí tiene, por ahí alguno de los pichis que viven ahí entre las maderas los vio. Vaya, vaya y pregunte –y Batista que no, que a él que le importaba, que hagan lo que quieran, sólo que le parecía raro que cincuenta tipos todos juntos... Todos tipos no –insistió Aldo, también mujeres y algunos viejos, no muy viejos. Y también el nenito. No sé, tres años, cuatro. Más o menos. Y se fueron, siguieron por el camino, pasaron el aserradero y se metieron en el bosque. En lo que queda del bosque –dijo Aldo y lo miró a Batista. ¿Se acuerda cuando el bosque? Que si me acuerdo –protestó Batista- que esos suecos de mierda vinieron y arruinaron todo. Cortaron, quemaron, inundaron las orillas del río y cuando se acabó se fueron. Pero la culpa no es de ellos, la culpa es de los que les firmaron los papeles, los tipos de Barboza que mientras estos rompían todo ellos hacían que sí con la cabeza; pero qué se le va a hacer, nos tenemos que joder por pobres. Ey, Don Batista –interrumpió Aldo- ¿le sigo contando lo de esos cincuenta?- Batista dijo que sí con la cabeza. Estaba rojo de bronca y frotaba con fuerza el trapo sobre las mesas.

-Cuatro eran paraguayos- siguió Aldo- se ve que no se conocían de antes, se preguntaban cosas como de qué parte del Paraguay es usted y eso. Se habrán conocido después, cuando bajaron del tren. Ya por la parte de las quintas se empezaron a hablar todos. Yo los acompañé un rato largo, después me volví porque me dio como angustia, No, miedo no. Parecían buenos. Aparte no me vieron; o si me vieron hicieron como que no. Por eso me pude ir acercando y escuchar lo que hablaban. Se decían que por ahí debe ser, que muy lejos no deben estar. Después uno agarró al pibito y se lo subió a los hombros. Si viera, Don Batista, iba contento el gurisito. De repente se quedaron en silencio, seguían caminando pero los pasos no se oían. Llegaron hasta el ranchito que era de aquel ¿cómo se llamaba? El raro, aquel que trajeron los suecos... bueno, hasta ahí llegaron y miraron para abajo, para el río. Vieron el tronco y uno, uno de los más viejos señaló. Empezaron a bajar despacio por la barranca y cruzaron para el otro lado, todos en fila, sin decir nada, como si por fin hubiesen encontrado el camino.

El sol ya estaba alto y entraba en picada por el ventanal. Batista se sentó casi desparramándose sobre una mesa, sin soltar el trapo húmedo. Aldo se recostó en el marco de la puerta y lo miraba. Era extraño, pero el pueblo seguía dormido. Un par de veces Batista le hizo la seña de que se sentara, pero el muchacho rehusó. Le parecía escuchar los latidos, y no sabía si eran los suyos o los del patrón. Tres veces el hombre hizo fuerza para pararse, pero desistió –en días como este no hay mucho para hacer, no hay ganas de hacer mucho –pareció que pensaba. Aldo pensaba en muchas cosas también, pero no las decía, no le parecían importantes.

Era ya de tarde cuando creyeron oír las pisadas. Batista se asomó a la ventana y Aldo dio dos pasos afuera del boliche. De allá, del lado de la estación se veía venir un hombre. Salió Batista también y se hizo visera con la mano. Distinguió la silueta borrosa que se acercaba pero no vio ningún tren en el andén, y lo miró a Aldo. Cuando estuvo cerca se dieron cuenta de que era sólo un muchacho, de que no podía tener más de veinte. Fue él el que se acercó, no dijo ni buenas tardes, que para dónde había que ir, preguntó. Los otros dos se miraron sin saber. Que para dónde se fueron, preguntó ansioso y a ellos les sonó como triste. Tenía los ojos claros. Celestes, dijo Batista. A Aldo le pareció que eran verdes. Batista le golpeó el pecho a Aldo como si lo estuviera despertando –que para dónde se fueron, pregunta acá el amigo ¿no decís que vos los viste? –Ah- volvió Aldo del ensueño- para allá, se fueron hasta bien al fondo, después del bosque y cruzaron el río...

El muchacho se dio vuelta y empezó a caminar paro donde decía Aldo. Se alejó unos metros y volvió, como si se hubiese olvidado algo. Si escucharon la radio, les preguntó. Si en la radio habían dicho algo. Y los otros dos se miraron sin saber. El muchacho se encogió de hombros. Se iba a ir pero de golpe se le iluminó la cara. Preguntó de ella, de la Señora, si la Señora había dicho algo. Seguro que ella sí, y miró a Batista que agachaba la cabeza. Después protestó, que no podía ser, que seguro que ella sí, que nosotros no la escuchamos, pero que no podía ser, que ella siempre... y también bajó la cara. Volvió a girar y ahora sí se fue. Caminando despacio para el lado del monte.

Batista y Aldo lo miraron hasta que desapareció. Los dos dijeron después que durante varios días el silencio fue aturdidor.

2 comentarios:

  1. Muy bueno. Lo leí una, dos veces, como en el taller. Y, al reconocer su estilo, sentí que no había pasado el tiempo. Vasos y textos.

    ResponderEliminar