domingo, 30 de enero de 2011

Ases del aire

En el medio un Corsair plateado, apuntando en diagonal al techo. A la derecha El Grumman Panther y del otro lado el Cougar; uno blanco, el otro negro. El tío Mario se ocupaba personalmente de mantenerlos libres de polvo. Cada mañana yo llegaba de la escuela y lo sorprendía haciendo la limpieza, mientras en la cocina se oía a la tía Ana cantar como poseída. Él se demoraba un segundo más y retiraba el Corsair de su base, lo elevaba en el aire y lo traía de frente hasta que la punta de la hélice casi chocaba con la montura de sus lentes. Yo ya estaba en mi silla, él guardaba el plumero al costado del aparador y venía a sentarse frente a mí, en su sillón que miraba a la ventana, dándole la espalda a sus aviones. Y empezaba a contar, siempre una historia buenísima. Y tocaba esa del vuelo de reconocimiento, él al medio con su Corsair. A la derecha, como siempre Victorica con el Panther, a la izquierda, infaltable Calasso con el Cougar. Día tranquilo, despejado, casi sin viento. Victorica que levanta el pulgar, Calasso que responde y él que no. Se empieza a quedar atrás, y pierde altura. El tío empieza a transpirar en su sillón, yo casi no puedo quedarme sentado. El aparato que se pone de costado, gira como muerto y cae en picada. Frente a mí sus manos se hinchan de venas verdosas apretando los comandos, levanta la cabeza y asoman gigantes los agujeros de su nariz y los postizos amarillentos, y no quiere mirar hacia abajo, y yo tampoco, y aprieto también mis manos, hasta que me duelen y ya estoy parado haciendo una fuerza increíble y él que de golpe me dice algo. Qué. Qué si la tía Ana subió a colgar la ropa. Y yo qué sé. Dale, sé buenito, andá a fijarte, y sí, subió a la azotea. Entonces él, haciendo el menor ruido posible se para, va hasta el aparador, lo abre y saca la botella de jerez. Se sirve un vasito y lo desaparece en un solo movimiento. Medio más. Después saca su pañuelo, limpia adentro del vaso y guarda todo en su lugar. Viene, se sienta, agarra los comandos y seguimos cayendo. Al final, con la fuerza que hacemos los dos logramos enderezar el avión, que vuelve a nivelarse cuando casi tocaba el suelo, y sube, ya fuera de peligro. Y me abraza, y se pone contento, los dos con las manos coloradas, la respiración a los saltos y el olor del jerez ahí de mi cara.

-Yo ya estoy viejo –me dice- cuando no esté vas a tener que ocuparte de los aviones.

Yo se lo prometo y casi no quiero mirarlo. Junto las cosas de la escuela y me voy para mi casa. Hago fuerza para no desear esos aviones.

La tía Ana y el tío Mario viven en la casa que está pegada a la mía, y la pared sobre la que se apoya mi cama es del otro lado la de la habitación de ellos. Esa noche escuché todo. Al principio ella lo llamaba en voz baja, después oí un llanto nervioso y al final los gritos. Hacía mucho frío y crucé el patio para avisarles a mis padres tiritando, con una fea sensación que me sobrevolaba la cabeza como tres avioncitos de juguete.

Llovía en el cementerio. Al sacar el cajón del coche dos hombres se apuraron a agarrar las manijas de adelante.

-Son Victorica y Calasso –me dijo mi mamá- fueron compañeros del tío Mario durante treinta y dos años, en el Banco Mercantil.

sábado, 29 de enero de 2011

La casa muda


Se estrenó en Buenos Aires la película uruguaya "La casa muda", con guión de mi amigo Oscar Estévez. Un tipo de terror muy particular, con la cámara jugando el rol de un protagonista más, sin grandes efectos especiales pero con una gran utilización de recursos ingeniosos, que además de efectivos resultan lindos de ver y muy inspiradores para los que gustan de contar historias. Guión digno de un cuentista. Desde el primer momento se lanza sin más en busca del final, por un camino notablemente despojado de ripios, apoyado en imágenes tan crudas como expresivas y la luz de esos faroles que vas a seguir viendo mucho tiempo después, cada vez que cierres los ojos. Experiencia de dientes apretados y uñas lastimando la butaca, con un plano secuencia que no permite ni tragar saliva mientras todo ocurre a ritmo de tren desbocado. Anímense, vale taparse los ojos.

miércoles, 26 de enero de 2011

Mientras mi amigo Franz espera en la escalinata de Tribunales

Un sospechoso

-Entiendo que no se sienta cómodo, estamos de acuerdo en que no es el mejor lugar del mundo –empieza diciendo el funcionario, algún tipo de profesional civil que la fuerza requería de vez en cuando para situaciones de este tipo. La habitación es gris, sin aberturas a excepción de una puerta también gris, situada a espaldas del funcionario. Frente a él, perfectamente erguido en la silla metálica está el interrogado, Acomoda compulsivamente las solapas de su traje negro. Una, dos veces, y luego el nudo de la corbata.
-Debo suponer que conoce usted al señor Ottomar –el otro asiente inclinando apenas la frente. Sus grandes orejas sobresaliendo del impecable peinado donde cada hebra de cabello marcha inexorable hacia la nuca, incomodan al interrogador que se siente desaliñado. No puede evitar transpirar y pequeñas gotas se hacen visibles en el cuello de la camisa.
-El señor Ottomar es mi jefe. El dueño de la empresa donde trabajo –agrega mientras se encoge de hombros varias veces a gran velocidad. Su espalda es bastante angosta, rematada por dos púas, como si llevara algún tipo de hombreras mal confeccionadas. Dice esto y se queda en silencio. Frente a frente los dos se miran. El funcionario apoya una mano en la mesa y con sus dedos suelta una ráfaga de pequeños golpes, como un tableteo. El otro da un salto en el asiento y mira por sobre su hombro hacia el piso. Hay un rictus en su cara. Un gesto que dura un segundo, apenas un movimiento de la nariz a un lado y otro que no logra ser interpretado por el investigador.
-Sí, eso ya lo sé. Él presentó una denuncia en su contra. Por...
-Por malos tratos. Estoy al tanto.
-¿Y usted que nos puede decir? –dice y se afloja la corbata. El sudor ahora le baja por el cuello.
-¿Es mucha molestia si le pido un vaso con agua? –dice bajando la vista. El otro arrastra con ruido la silla hacia atrás y sin decir nada camina hasta la puerta. La abre y le dice algo al oído al policía de custodia. Al poco tiempo éste vuelve con el vaso y se lo da. El funcionario lo deja en la mesa, empujándolo hasta él.
Ahora Blumfeld, tal el nombre del acusado, saca del bolsillo de su saco un pañuelo y los desdobla con cuidado. Toma una de las puntas y sin levantar el vaso limpia con esmero el borde donde va a apoyar los labios. Sorbe con algo de ruido un par de buches, vuelve a limpiar el vaso y su boca. Finalmente dobla el pañuelo y lo guarda.
-El señor Ottomar dice que usted arremetió a golpes contra dos de sus subordinados, y sinceramente nosotros investigamos sus antecedentes y no parece el tipo de persona que...
-Es cierto lo que dice mi patrón –admite el acusado mirando fijo a los ojos de su interrogador. El otro queda boquiabierto y su mano vuelve a hacer ese ruidito en la mesa. Blumfeld gira el cuello y mira al suelo. Las manos se crispan y junta las rodillas con fuerza.
-O sea que admite que es verdad – Blumfeld, la cara todavía desencajada asiente con la cabeza.
-¿Y se puede saber por qué lo hizo?
-Se lo merecían.
-Usted cree que lo merecían –dice el funcionario haciendo con sus manos un gesto que parece relativizar la opinión del acusado.
-No, es objetivo. Se lo merecían. No hay duda de que así es.
-¿Y en qué se basa...
-Mire –dice Blumfeld levantándose de la silla- si usted admite sin problemas que yo confiese mi culpa, admita también que se lo merecían.
El otro se queda callado. Lentamente a Blumfeld se le apagan los colores que le habían subido por el rostro y vuelve a sentarse. El investigador piensa que aquel hombre, visto fuera de contexto daría la sensación de ser un tipo altísimo. Tal sus proporciones, pero que sin embargo es su delgadez en relación con la altura la que genera el espejismo. No debe medir más de un metro con setenta y cinco, calcula.
-Son holgazanes, muchachos sin formación que mejor deberían estar al cuidado de sus madres que venir a entorpecer...
Es ese momento se abre la puerta y entra un agente con papeles en la mano. Se disculpa, extiende el fajo al interrogador y le susurra algo al oído.
-¿Usted vive en la calle Celetná número...
-Sí, en el sexto piso –se apura a responder Blumfeld.
El funcionario marca dos o tres cosas en la planilla y la firma. Separa algunos papeles y devuelve el resto al policía. Éste se da media vuelta y sale. El acusado se acomoda las solapas, repite tres veces el movimiento de sus hombros y saca el pañuelo. Mientras inicia la ceremonia del agua, el interrogador hojea los papeles.
-Es un edificio antiguo, el de su casa, digo.
Blumfeld retiene el agua en su boca y admite con las mejillas hinchadas.
-Aquí dice que hubo problemas con insectos últimamente.
-Sí –se apura a tragar- cucarachas.
-Y usted, hace que vive ahí...
-Veinte años. Vinieron a fumigar, pero no hubo caso, las más grandes...
-Y vive solo –interrumpe.
-Sí, yo solo.
-No tiene mucha relación con los vecinos –supone el funcionario.
-Sólo con la de la planta baja. Ella se ocupa la limpieza de mi departamento. Nada demasiado esmerado, pero es lo que hay.
El interrogador hace silencio y se concentra en los papeles. Decide que sus dedos vuelvan a galopar la mesa, esta vez a propósito. Lo hace y observa por sobre las hojas. Blumfeld adivina la intención y logra refrenar el primer impulso, Se queda mirándolo fijo y empieza a dibujar una sonrisa. El otro vuelve a los papeles.
-Ellos llegan todas las mañanas tarde –dice ahora Blumfeld- lo hacen a propósito, estoy seguro, y después se las ingenian para trabajar lo menos posible. Son muchas las tareas que hay en la oficina, y el personal siempre insuficiente.
-Según el señor Ottomar...
-Qué sabe él, piensa que se soluciona poniendo más y más gente, y lo único que traen son estos mocosos que no sienten ningún amor por lo que hacen. Llegan y se ponen a pelear con el ordenanza, juegan a quitarle la escoba, y forcejean por la oficina, y desparraman los papeles. Y ¡cuidado con pedir que hagan esto o aquello! En seguida les duele algo, que hicieron un mal esfuerzo y ahí nomás a la enfermería. Después dos o tres días de reposo y todo el trabajo para mí. Si el señor Ottomar...
-Pero, esto no es justificativo para...
-¿Para qué? ¿Para tomar la escoba y darles su merecido?

El funcionario expulsa el aire por la nariz y deja caer la cabeza hasta chocar el mentón con el pecho. Intercala en sus manos las hojas y empieza a desear que ese tipo, el que tiene enfrente, desaparezca de allí.

-Si tan sólo hubiesen tenido un padre que los educara como se debe –recomienza Blumfeld- alguien que les enseñara el valor de la firmeza, la responsabilidad del trabajo –dice sollozando, al tiempo que se cubre la cara con las manos.
El funcionario se levanta y empieza a caminar lento por la habitación. Espera que el acusado se calme. De a poco dejan de sonar los gemidos y la respiración se normaliza.
-Bueno, señor Blumfeld, yo no tengo más que decir. Sabe que lo espera un juicio largo, deberá buscar un abogado y soportar todo un enjambre de burócratas. Habrá papeleo, demasiado. Es habitual en estos casos, y durante el tiempo que dure no podrá hacer otra cosa que...
La puerta se abre nuevamente y aparece el policía. Dos gotas de sudor le cruzan la frente, su cara denota un cierto desacomodo y sostiene con dificultad un pañuelo que se sacude en sus manos. Mira al funcionario y luego a la mesa. El funcionario aprueba y el agente abre el pañuelo, dejando libres las dos pelotitas que ni bien tocan la tabla empiezan a rebotar. Cuando una toca la superficie la otra alcanza una altura de cinco centímetros y empieza el descenso. Así alternativamente, sin dejar de producir ese tableteo. Blumfeld retrocede con espanto dejando que su silla caiga ruidosamente.
-Las encontramos en su departamento –dice el policía señalando al acusado- encerradas en un ropero. Junto a ellas estaba el cuerpo del niño.

lunes, 24 de enero de 2011

Alí


Talía y yo nos mirábamos. La tía Ana relataba con lujo de detalle viajes y cumpleaños, se detenía de pronto en una de ella, con un traje de baño lleno de volados y una capelina demasiado grande; detrás se veía el mar y posaba como si fuera Sofía Loren. Siempre posaba. También explicaba cada ambiente de las casas en las que vivieron ella y el tío Mario: esta es en la calle Enrique Puey, ay, viejo ¿te acordás? Y aquella es en Rivera, que linda casa esa, no me la olvido más. Y nosotros dos esperábamos nerviosos la diapositiva de Alí. Se hacía silencio, un nudo de angustia acogotaba a la tía cuando llegaba esa foto. Seguramente la había tomado el tío Mario, y se veía a Alí, un enorme pastor alemán, congelado en el aire, pellizcando con los dientes la pelota que sostenía la tía Ana. Cuando en el colegio me preguntaban si tenía mascota, yo respondía que sí, que tenía un perro. Alí. ¿Qué cómo se porta? Bien. Normal, qué se yo. Bah, a veces se pone loco y rompe algo, mentía.
Creo que todos soportábamos la ceremonia de las diapositivas por esa foto, la única foto de Alí. Las anteriores pasaban en medio de un clima de ansiedad; las de después no le interesaban a nadie, y empezaba el ruido de tazas y los murmullos, interrumpidos por la tía Ana que suspiraba o se sonaba los mocos. Alí había sido el regalo de un amigo del tío Mario, y era el único perro que había pisado nuestra casa.

Después murió el tío Mario. La tía Ana se puso vieja y ya no podía levantarse de la cama. Mezclaba todo, la cabeza no le funcionaba bien y a nosotros nos divertía muchísimo.
-¿Qué estás haciendo? –le preguntaba Talía.
-Acariciando a Alí ¿no ves? –respondía mientras deslizaba la mano elegante, como sintiendo cada falange.
Y entonces le llevábamos platos con comida y agua, y los dejábamos en el suelo al lado de la cama. Y la tía nos agradecía, abría el cajón de la mesita y nos daba un botón o una chapita de coca y nos decía, tomen, tomen un vintén, vayan y cómprense algo. Entonces se lo pedíamos un rato para sacarlo a pasear, y le tirábamos su pelota, y daba gusto verla aplaudir y dar saltitos en la cama, feliz de verlo correr. A veces, cuando mamá no estaba y nos quedábamos solos con ella, Talía entraba gritando que Alí se había escapado. Entonces yo cerraba de un golpe la puerta de calle y me volvía corriendo por el patio.
-Un auto, a Alí lo atropelló un auto –gritaba yo, y la tía Ana se desesperaba y gritaba también. Se quería levantar y no podía, y lloraba. Cada vez más despacito hasta quedarse dormida. Sin hacer ruido, nosotros devolvíamos los botones al cajón. Al despertar no se acordaba de nada y volvía a pasar la mano, como siempre, por el lomo de Alí.

Cuando la tía Ana murió yo no quería ir al velorio. Papá me obligó, dijo que tenía que despedirme. Al entrar vi a Talía a los pies del cajón, parada muy derechita con las manos cruzadas en la espalda. Me hacía gestos con la cabeza, quería que fuera con ella, pero yo ni loco, no quería. Papá me dio un empujoncito y me dijo algo en voz baja. Resignado fui y me paré al lado. Apreté lo más que pude los ojos, me sudaban las manos.
-Che, Gonza –me dijo.
-Qué –respondí sin abrir los ojos, pero sabiendo lo que me iba a decir. Ella era así, la seguía hasta el final, siempre. Y por más que Alí había muerto mucho antes de que nosotros naciéramos, igual lo dijo:
-Che, nos quedamos sin perro ¿no?

domingo, 23 de enero de 2011

REGLA PRIMERA DEL BUEN ESCRITOR


En vista de tantas notas en diarios y revistas, aprovechando la calma del verano, en la que distintos consagrados responden de mala gana a preguntas tales como: "Cuales son las tres cosas que hay que tener en cuenta a la hora de ser un buen escritor"; es que he decidido crear mi propio Decálogo . Por supuesto que no tendrá diez reglas, tal vez sean sólo cuatro, aunque bien podrían ser nueve mil. Lo que sí puedo asegurar es que al igual que las antes mencionadas, estas reglas, trucos o, como gusta decir ahora, tips, son absolutamente inútiles. Dicho esto, paso a la primera:


Regla Primera del Buen Escritor


Todo escritor debe ser exagerado. Escribir y hablar en términos grandilocuentes y convencer a su interlocutor de que está ante una situación única e irrepetible, en la que todo se alinea para crear un hecho inolvidable.

Ejemplo:

Compré ayer un libro titulado "El Caballero que cayó al mar". Es el mejor libro que leí en mi vida. Además de muy bien escrito, entretenido y profundo, el papel es delicado, la tipografía exácta y la tapa deliciosa.

Amén de toda esta exageración, debo decir que es un gran libro.
El Caballero que cayó al mar. Autor: H. C Lewis. Editorial: La Bestia Equilátera. Bs. As. Argentina.

sábado, 22 de enero de 2011

María Elena Walsh. Por qué escriben los que de verdad escriben


No necesitamos ser monjes ni damas de la nobleza y si pertenecemos a una cofradía no es la del poder ni la del dogma, simplemente hemos sido elegidos por los libros desde temprana edad.
Bendito sea un privilegio desinteresado, no esgrimido para someter a los diferentes.


María Elena Walsh
Salió en la contratapa del ADN del viernes 21 de enero, en la misma edición donde aparece una nota en la que distintos autores explican por qué escriben. La mejor de las razones está fuera de la nota.

miércoles, 19 de enero de 2011

Espejismos. Mención en el concurso del suplemento Cultural del diario El País

Y sentí ese perfume, ese olor espeso... y afuera la tormenta... si usted viera, buen hombre. Claro que desde acá no puede, pero créame, olas de diez metros, y la lluvia: una cortina de agua que cae como piedra, y no para. Tiene suerte de que se le haya llenado el lugar, porque lo que es hoy no creo que ningún otro barco logre tocar puerto, no señor, hoy sí que no. Y le agradezco el café, huele de maravillas y con este tiempo algo caliente que meterse entre pecho y espalda no es para despreciar. Pero sin ofender, y sin ánimo de comparar que siempre es feo y más para un viejo destartalado como yo, que seguramente pocos me conocen por aquí y no vaya a creer que sí en otros puertos, que por más viejo y andado no arrastro mayor mérito por el cual esta rota figura merezca ser recordada, y aun así he tenido la fortuna de tomar el más delicioso de los cafés que mano humana haya preparado y que fuera en circunstancias de gran dicha primero, aunque la memoria de los mares sólo recuerde hoy la tragedia; y encontrándome ahora mismo en gran deuda con usted y escaso de metálico, y siendo como son las noches de tormenta amigas de oír historias, quisiera agradecer a usted y a su concurrencia con la especie real de los hechos, tan mal versados y repetidos de mala manera, y de los que sólo yo, único afortunado, puedo dar fe y honrar en verdad, si es que tal cosa existe.
Debería yo tener los años de aquel muchacho... si, no agache la cabeza y no se me ponga rojo, amigo. No le dé pena, que no es pecado tener quince años y si así lo fuera, que no se preocupe, que bien poco le va a durar y que el tiempo y la suerte lo van a dejar como yo, viejo y partido, hablando solo, apalancado a un mostrador. Quince debía tener, le decía, cuando paseando por los muelles helados de alguno de esos puertos del norte me agarró como un vacío en las tripas y una necesidad de poner agua de por medio, y refrenando el primer impulso, que era el de salir corriendo y derribar sombreros y siendo que la providencia ponía frente a mí aquel velero, que aunque viejo lucía en buenas condiciones, y en el que la tripulación se esmeraba en el aparejado al tiempo que entonaba cantos religiosos que resultaron de buen tono y estimulantes a mi espíritu, no lo pensé más. Acomodé mi atado de pertenencias al hombro y me dirigí al grupo que se reunía en la toldilla. ¡Ay, señores! Qué les puedo contar yo de los armadores que ustedes no hayan sufrido ya. Viejos buitres incapaces de arrancar un pelo al más miserable de los perros que merodean los muelles, pero bien dispuestos a matar de hambre a toda una tripulación por más deslome y lealtad que estos pobres pongan a su servicio. Al oír lo exiguo de mis pretensiones me aceptaron sin reparos. Dos días más tarde dejábamos de ver la costa, y que les voy a explicar a ustedes, más viejos o más jóvenes, todos saben lo que eso significa; nuestras mujeres corren donde el marmolero y reservan la mejor lápida que puedan pagar. Y él la aparta junto a la notita con el epitafio que ella, en triste métrica pudo redactar. Y se apuran a encerrarse y corren las cortinas, y lloran solas, rigurosos turnos de seis horas; tres a la tarde y tres a la noche, que a la mañana no, que son muchos y fatigosos los quehaceres.
Y ahí estaba yo, apenas un niño en medio de esa comparsa de hombres fieros, y qué iba a saber que no siempre, quiero decir, que no en todos los barcos la tripulación se comporta como una horda de locos, persiguiendo cada uno quién sabe qué. Y ahí el pobre de Burton, que bien podría ser un eficiente carpintero de pueblo, o un herrero, o cualquier cosa que se propusiera. Pero no. Allí va, andando la cubierta, de proa a popa asomado a la barandilla, buscando a su primogénito, que de tan albino se le hizo beluga y huyó al océano. Y allí lo vemos, pendiente de esa mancha blanca que se eleva y se eleva entre las olas. Y no. Su gesto ahora se desdibuja cuando ve que es sólo otra mota de espuma, y vuelve a buscar. O el viejo Maugham con su frasco de cristal verde, buscando por el mundo el sitio justo donde cada tarde el sol cae al mar y recoger aunque sea unas gotas del agua hirviente, y llevársela a su mujer para que se cure la piel, que sus piernas se están llenando de escamas, y como todos sabemos no hay nada más triste que una sirena vieja.
Y el capitán.
Tres días tardó en aparecerse por cubierta. Mostrando los dientes, los ojos salidos, gritando cosas de los dioses y del monstruo, rengueando venganzas y cayendo de repente en silencios que duraban varios días. Y detrás su esposa. Si usted viera, la más hermosa de las criaturas, capturando en sus labios cada uno de los rayos del atardecer, y llevando de aquí a allá jarros de café ¡y qué café! Que el que aquí se sirve bien digno es de la mesa de reyes y señores, pero aquel..., aquel le devolvía a uno el alma al cuerpo; y ahí, como pasmado lo recibía yo, y se hacía eterno el instante en que ella dejaba su mirada en la mía y yo abrazaba el jarro de latón con mis manos, que día a día se llenaban de quemaduras y le juro, y usted puede pensar que de tan viejo se me arruinó la sesera, le juro que llegué a amar cada una de esas llagas.
¿Ve? A esto quería llegar cuando empecé mi perorata, sólo a esto. Sin embargo hay en muchos de ustedes, lo veo en sus ojos, muchos tienen ese brillo de interés por oír el resto, y es que aquí como me ven, escaso de salud y magro de carnes, y aunque algunos me acusen de experto en invenciones y embustes, debo reconocer que he tenido una vida de aventuras y que muy a pesar de aquellos que me desean el mal, logré convertirme en un acróbata en esa cuestión de caer siempre parado.
Lo cierto, y es aquí donde mi relato había quedado, es que todas las tardes a la hora del café, el barco era poseído por un mutismo que acompañaba el sonido de nuestro arponero, esmerándose en volcar dentro de su botellón hasta la última gota de la deliciosa bebida. Luego de esto, se cubría la cara surcada de jeroglíficos y murmuraba una oración. Finalmente tapaba la botella y la envolvía en su cobija. En una oportunidad pude preguntarle. Dijo que ese líquido tenía un valor especial, como una medicina y no mucho más pude entender.
Pero después de eso la vida del barco seguía, y volvían los gritos del capitán, y los reproches a sus oficiales, y que dónde estaba, que por qué no aparecía y que tan grande no podía ser el mar y que alguien estaba equivocando el derrotero y si acertaba a pasar cerca su esposa los ojos se le inyectaban de sangre y no hacía ni falta que dijera nada, que ella bajaba la cabeza y huía por la escalerita hacia el camarote, y él la miraba hasta que desaparecía y por un rato se sosegaba y se quedaba pensando con la vista fija en el horizonte, y que seguramente le pasaban por la mente la pila de supersticiones, y las desgracias que traía el llevar mujeres a bordo, y que por qué había desoído a los armadores y ya, en el fondo de su endurecido corazón, la culpaba a ella de su desgracia. Y fue ahí que se le ocurrió lo del doblón, como si hiciera falta azuzar los corazones de esos hombres, a los que sin duda no les faltaban hígados pero tampoco les sobraba seso. Y ahí se desató la locura, y que fue él, y no otro quien llamó al viejo Smut al que días antes había proclamado “hacedor de hombres” y le pidió que se lo construya, y el carpintero se asustó sobremanera, y que cómo, para qué. Y él, que lo quería de la misma madera de las canoas de Nantucket y con resina perfumada y, aquí el detalle, el gesto de la providencia que me mantiene a mí, al afortunado, entre ustedes; que lo quería bien calafateado. Vaya, Smut y arrójelo al mar, y recójalo y verifique por dónde se metió esa gotita, y vuelva a calafatear, y de nuevo al mar, todas las veces que sea necesario...
Así estaban las cosas. Así, como las ráfagas que azotan ahora mismo los cristales de su taberna, así, esta puesta en escena de la locura montada en medio del océano embravecido golpeaba mi corazón. Y como si fuera poco, llegó la noche aquella en que la desgracia del insomnio y el desatino de mi curiosidad me mostraron la cara más ominosa de la situación en la que me encontraba. Recorría yo la cubierta oteando un grupo de nubarrones que se acercaba por estribor. Aunque el cielo aparecía despejado y picado de estrellas, la brisa fresca era cada vez más intensa y anticipaba el cambio. En la cabina, el rostro preocupado del capitán que tomaba nota de los saltos abruptos del barómetro a la vibrante luz de un quinqué. De repente un relámpago salió de la escotilla que daba a la bodega e iluminó por un instante la base del trinquete. Sólo eso. Miré a mi alrededor, los pocos marineros que de la guardia fumaban reunidos y conversaban en voz baja. Sin pensarlo me escabullí por la pequeña abertura y caí pesadamente sobre unos sacos de harina. Detrás de los barriles donde acumulábamos el fruto de nuestra caza estaba reunido un particular grupo. Conteniendo la respiración espié oculto en la oscuridad. Cuatro hombres de piel cetrina estaban de pie, en semicírculo, con los ojos puestos en la figura inmóvil que permanecía arrodillada frente a ellos. Un paso más adelante estaba el que parecía ser el jefe, con la cabeza envuelta en un turbante, los ojos cerrados y los brazos extendidos hacia adelante. La figura frente a ellos no era otra que la esposa del capitán. Di un rodeo entre los bultos para poder ver la situación desde el punto opuesto. La mujer abría de forma descomunal unos enormes ojos blancos. Sus dientes castañeaban a una velocidad imposible mientras sus manos se movían, mecánicas y precisas, agregando ingredientes a una marmita que apretaba entre las rodillas. Dentro, un líquido oscuro bullía, lanzando cada tanto pequeños destellos como el que yo había visto. Todo se oscureció, volví a sentir en mis piernas el bogar suave de la nave y como si nunca hubiesen estado, las cinco figuras de pie desaparecieron. La mujer seguía de rodillas pero su cuerpo había caído hacia uno de los lados como presa de una fatiga repentina. Aproveché para moverme, me arrastré de nuevo a la salida y volví a la cubierta. Estábamos casi debajo de los nubarrones y ya las ondulaciones eran más pronunciadas. Un rayo iluminó la noche y caían gruesas gotas cuando apareció ella. Pasó frente a mí con un jarro en las manos y siguió rumbo a la cabina. Tuve que sujetarme de las jarcias porque escorábamos y se volvía difícil mantener la vertical, en cuanto pude corrí a refugiarme en la toldilla. La noche fue eterna, el barco trepaba las olas y ronroneaban las maderas a punto de desarmarse, de pronto se estabilizaba, un instante y todo caía con gran vértigo. El capitán había abandonado la cabina y se aferraba a la barandilla de proa. La lluvia y el mar lo azotaban, y los truenos apagaban las maldiciones de su garganta. Así toda la noche.
Amaneció por fin la calma y nos abocamos a la tarea de reacondicionar la nave. Los días se acortaban a medida que nos dirigíamos al Cabo de Hornos. Ya el frío endurecía los aparejos que se quebraban congelados, y cada tanto pasaba junto a nosotros algún islote de hielo a la deriva. El café de la tarde ya no era una constante, pero nuestras manos entumecidas agradecían el calor del jarro cada vez que se podía. Las arengas del capitán en torno al doblón enmohecido ya no insuflaban en la tripulación aquellos ímpetus de gloria y no eran más que un conjunto de frases inconexas y gritos destemplados. Pasábamos horas, días enteros, escrutando el mar, esperando que llegara eso, algo, cualquier cosa que nos sacara del purgatorio. Para bien o para mal.
Y es que eso, mis amigos, eso es todo lo que buscamos. Somos partículas de polvo, insignificantes e invisibles, sujetas al antojo de un Dios que ya escribió nuestro destino, y es por eso, queridos camaradas de viaje que yo, este pobre viejo que no hizo otra cosa en tantos años que esperar su hora, les digo: Paciencia. Paciencia, señores, que la paciencia es la única de las virtudes, que todo lo otro son vicios que no hacen otra cosa que convertir este transcurrir del tiempo en algo más o menos patético. Y volvamos a nuestro barco, que allí parece que una puerta se abre y por fin saldremos de esta penitencia, y que ya veremos dónde nos lleva, si al cielo o a otra parte.
Que esa tarde sería la última, y se los digo yo que por supuesto allí nadie lo sabía. Que una niebla espesa que parecía alimentarse del vapor de nuestro propio aliento nos envolvía ciegos y que cuando ella comenzó a repartir su café todos se acercaron agradecidos y bebieron hasta saciarse, y que fue nuestro capitán el último en hacerlo y que fui yo el único que no. Y que allá arriba restalló el grito, que esta vez sí, que ahí estaba, ahí enfrente, que por fin la encontramos y por todos lados amenazas y aullidos, y grupos de hombres que se apuraban hacia los botes, y se apretaban, y las cuatro chalupas que caían al mar helado y se perdían en la niebla, y los hombres a los remos, a partirse la espalda, cada uno con su guía erguido en la proa deshaciéndose en maldiciones. Y el barco que queda solo, yo apretado en un rincón, un pobre niño, un huérfano. Y ella que me mira, me fulmina una vez con la mirada y ya no más, y camina lenta hacia el timón, y las velas se hinchan y ella por fin toma el mando, y el barco obediente y el primer golpe, y allá abajo ruido de maderas que se parten y gritos de hombres al agua, de buenos hombres que se ahogan. Y otra vez. Y otra. Y otra más. Y luego el silencio, y la niebla que desaparece y manos y brazos y piernas, allá abajo que se sacuden y se hunden, y el silencio que se alarga, y nuestro barco lanzado sin control y la mole de hielo gigantesca, blanca. Blanquísima. Y el estrépito de la nave que se parte en dos y ella que no suelta el timón y sube, sube hasta el estallido final. Y desaparece.
Luché por no hundirme mientras nuestro barco desaparecía. Como una bendición saltó a flote el ataúd y alabé al pobre de Smut, que sí, que era cierto, que de tan bien calafateado no le entraba una gota. Y a mi lado flotó el botellón del arponero. Y el frasco que Maugham no pudo llenar. Y pasó veloz hacia el fondo el bueno de Burton, abrazado por fin a su primogénito.

Con la mirada perdida el viejo se incorpora y camina lento hacia la puerta. Afuera la tormenta ruge, pero adentro el silencio es absoluto. Abre la puerta, da un sólo paso y de la misma forma que lo trajo, una ráfaga se lo lleva.

lunes, 17 de enero de 2011

El Carlanco

Todos los años íbamos a la frontera con Brasil, a un lugar que se llama Santa Ana do Livramento, y nos pasábamos cinco o seis días. Fue ahí, en la calle, justo en la puerta del hotel “Uruguay-Brasil” que me lo encontré. Un encendedor Bic, color blanco, con un dibujo de los candangos y el letrero de “Brasilia”.

En Santa Ana no había más que un par de tiendas gigantescas donde todo era muy barato o fácil de robar, lugares en los que se comía mucho y sobre todo, algo que me apasionaba: El cementerio. Todas las veces que fuimos había pasado alguna inundación, y desde el acantilado veía fascinado el desorden de lápidas arrasadas, algún que otro cajón y, aunque la esperanza estaba latente, nunca un cadáver.

La tía Rosa no venía con nosotros a ese viaje, creo que no iba jamás a ningún lado. Era tía de mamá, igual que Ana y la Tota, pero a ella le decíamos Nonna porque había criado a mi madre desde que era chiquita. Un solo gesto de abuela tenía la Nonna con Talía y conmigo; muy de vez en cuando, nos pasábamos a su cama y nos contaba un cuento. Dos en realidad, siempre los mismos.

El primero era el del Carlanco. Un monstruo terrible del que nunca obtuvimos descripción, pero que a mí me gustaba pensar que era un león con cuernos de cabra que caminaba en dos patas. El hecho es que este demonio perseguía a tres ovejitas y estas se metían en una casa. Corrían por un largo pasillo y subían una escalera de madera. El Carlanco atrás. Entonces las pobres al verse acorraladas prendían fuego el lugar y mediante un inexplicable artilugio lograban bajar. Una vez abajo incendiaban también la escalera y el Carlanco se quemaba vivo. Mientras el pobre bicho agonizaba, nosotros ya pedíamos por el segundo cuento: el del tío Mateo.

El tío Mateo era el menor de los hermanos de la Nonna y por sobre todas las cosas, imperdonablemente varón. Una vez, siendo chico hizo alguna travesura y lo castigaron encerrándolo en su pieza. Sus padres tuvieron que salir y le encomendaron la vigilancia a las tres hermanas: Rosa, Ana y la Tota. Mateo buscando hacer quién sabe qué, prendió fuego las cortinas y mediante otro inexplicable artilugio, escapó de de su cuarto y después de la casa. Según la Nonna, a ellas las rescataron los bomberos.

Debe ser por eso que cuando a Talía se le cayó Nicolás, el muñeco de porcelana de la Nonna, y la cabeza se le hizo pedacitos, y la Nonna pensó que había sido yo y me agarró de una oreja y me encerró en el zaguán, entre la puerta de calle y la cancel y yo vi esa pila de diarios, ahí nomás, lo primero que hice fue buscar en el bolsillo y agarrar aquel encendedor Bic, de color blanco, con el dibujo de los Candangos y el letrero de “Brasilia”.

Concurso de cuentos Diario El País- Café Iguacu


"Espejismos" mención en la categoría cuentos. Octubre de 2010. El jueves subo el cuento.

domingo, 16 de enero de 2011

La foto de la mesa


No eran ni las diez de la mañana y ya estábamos vestidos de fiesta. La mesa puesta, las copas servidas. Estridente como siempre, había llegado la tía Ana, que vivía al lado, taconeando los cinco escalones del zaguán. Más atrás venía su marido, Mario. Caminaba lento con la pera pegada al pecho. Quería descifrar el nudo de la corbata. Pasó la tía, se chupó un dedo y me borró una lagaña. Mamá impaciente miraba el reloj, papá probaba el vino.

-¿Ya vas a empezar a tomar? ¿No ves que es para la foto? –se alteró mamá.

Si está servido es para tomar, debe haber pensado mi padre, aunque no dijo nada. En tantos años de matrimonio había aprendido que sus pensamientos más lógicos era mejor callárselos.

La mayor de las tías, Rosa, entró al comedor con la pinza en la mano y encaró a Talía:

-Nena, sé buena, sacame los pelitos del bigote.

Mi hermana escapó fingiendo que algo le pasaba a su muñeco, y la tía Rosa quedó girando, pinza en mano, en busca de un voluntario. Mientras, Tota, la menos vieja de las tías, devoraba con los ojos la montaña de comida.

-Todos los veinticuatro lo mismo, ¿tan importante es la foto? –preguntó Mario, todavía comprometido en el asunto de la corbata.

-Sí, y callate. Vos porque ya te querés ir de copetín –cortó la tía Ana.

-¿Y no se puede sacar de noche? Digo, durante la cena de verdad...

-Ah, sí, que vivo que sos. Qué te pensás, que Emilio no tiene familia. Vos pretendés que el tipo vaya casa por casa, sacando fotos a las doce de la noche...

-Cállense –cortó mamá- me parece que ahí llegó.

La entrada de Emilio era siempre un suceso.

-Qué bien se lo ve, usted cada día más joven ¿Mucho trabajo? Deje nomás la valija, apóyela ahí, no, en el sillón no, ahí, sobre la mesa. Esta vez no nos va a hacer el cumplido, tómese una copita ¡Viejo, servile a Emilio! Una solamente, qué le va a hacer, mientras, nosotros nos acomodamos. La primera acá, con el árbol. Este lo trajimos de Italia hace treinta y siete años, está viejito pero todavía aguanta, ja, ja, como nosotras ¡Tota! Dejá de comerte todo que es para la noche y vení que Emilio está apurado.

Emilio siempre tenía una camisa de manga corta color salmón. Flaco, flaquísimo. Los brazos peludos, con todas las venas tan afuera que daban ganas de apretárselas. Armaba el aparataje en silencio, la cámara, el trípode, el flash. Y fumaba, uno atrás del otro. Y papá lo miraba, seguro que con bronca, porque a él no lo dejaban fumar adentro.

Ya estábamos listos; los parados, los sentados y nosotros, los más chicos en el suelo. Jimena gateaba entre los regalos justo donde mamá no podía verla y allí estaba ese paquete con mi nombre, y sus manitos rompen el papel y se alcanza a ver apenas, y yo que tenía esperanzas de que fuera un helicóptero, y no. Era un pijama. Y la tía Ana lo rescata y lo cubre, creyendo que todavía podía salvar la sorpresa.

Pero la más importante era la foto de la mesa. Se prendía la araña de cristales y papá ajustaba las tres lamparitas que mamá dejaba flojas el resto del año, porque la navidad era siempre una foto de seis luces. Jimena chiquita en brazos de papá. Mamá recostada en su hombro, los ojos muy abiertos y las pestañas como dibujadas. Rosa con el vestido de ir a cobrar la jubilación, Talía conteniendo la risa, Tota con la boca llena y yo con el desencanto de un pijama entre ceja y ceja. Los únicos sentados a la mesa y en el centro de la foto son Ana y Mario. Ella mojó un dedo en el vino y con la yema y el borde de la copa hace un sonido de lo más molesto. Y canta. Desentona un brindis a viva voz. Mario levanta su copa y sonríe aburrido. O aturdido. No, ninguna de las dos, sonríe resignado. Resignado a que en la foto de la mesa siempre haya que cantar. Detrás de nosotros hay un cuadro de la última cena, sobre el gris del empapelado que cubre las paredes centenarias. Al otro lado de la pared está la pieza, y en el centro la cama de bronce. La misma cama donde dentro de unos años la tía Ana se va a morir.

Mario Delgado Aparaín


Uno de los tipos que mejor escribe en Uruguay. Las pruebas las pueden encontrar en "El canto de la corvina negra" y "La balada de Johny Sosa" (por las dudas, él es el más bajito)

Sus últimas palabras. Primer premio. Concurso Cuentos Rioplateados 2010




Enfrento el ataúd conmovida. Más que la rigidez es su blancura, perturbadora Recorro con la vista cada uno de los rasgos queriendo animarlos, buscando reconocerlos. Tal vez para justificar el viaje. La correa de la mochila me resbala por el brazo sin que pueda sostenerla y cae con ruido sordo a mis pies. Por detrás se acerca ella, apoyando sus manos en mis hombros.


-Viniste, hermanita, dice. Qué suerte que pudiste.



Desde la ventanilla del ómnibus desfila Montevideo, como si en todos estos años hubiese estado quieta, esperándome. Las mismas casas, la misma gente. La cadencia gris de cada sábado por la tarde, de tantos recorridos que desembocan en la anacrónica opulencia del Palacio Legislativo. Al abrirse la puerta del micro el cerebro se despresuriza. Mis oídos se sacuden dos horas de motor y comienzan a acostumbrarse a la ciudad. Busco un taxi.



Correspondo su abrazo y me dejo abrazar. Por sobre su hombro vuelvo a ver el féretro. Y a mamá. Mi mente vuela a una matinée del cine Censa hace mil años. Una versión de Blancanieves, creo que japonesa. La única forma de romper el hechizo era repitiendo las ultimas palabras que dijera la doncella antes de morir. El Príncipe dice “amor” o algo por el estilo, y el milagro se produce.


-Mirate, si estás igual ¿cuánto hace de la última vez?, ¿diez años? -dijo Laura deshaciendo el abrazo.


-Sí, más o menos -dije recogiendo la mochila.


-Mamá te nombró hasta último momento. Ya no estaba bien ¿sabés? Confundía todo, y creía que la que estaba a su lado eras vos. Se prendía de mi mano y me decía Andreita esto, Andreita lo otro. Así murió ¿Y sabés cuáles fueron sus últimas palabras? Ni te imaginás…


-Perdoname -la interrumpí- voy a salir un minuto. Necesito fumar.



El sol empezaba a caer por detrás de los edificios. Aproximándome al cordón de la vereda podía ver el río, varias calles más abajo, inexorablemente marrón. Se detuvo un taxi. Un viejo bajó con dificultad y me saludó. No pude reconocerlo.


-¿No te acordás de él? -dijo mi hermana que había estado observando- Vicente, el relojero. El de la calle Magallanes.


-No, ni idea.


-Dale, cómo no te vas a acordar, si le mataste el gato. Convidame uno.


-Yo no le maté ningún gato -dije sacando la cajilla- Vos le pisaste el lomo con la bicicleta y yo tuve que retorcerle el pescuezo para que deje de sufrir.


-Bueno ¿lo mataste o no lo mataste? -insistió apretando el cigarrillo entre los labios.


Le acerqué fuego mientras ella cubría la llama con el hueco de sus manos. Por primera vez en diez años nos miramos a los ojos.


-Estás linda, nena. Siempre fuiste la linda de la familia -me dijo y expulsó el humo- ¿Cómo te va allá en Buenos Aires?


-Bien, tirando. No me quejo.


-¿Y los hombres? Te deben andar atrás todo el día.


-No, no creas. Allá nadie te mira, cada uno tiene sus problemas.


-Te estuve buscando cuando pasó lo de papá. Te dejé mensajes en el contestador pero se ve que no los…


-Si los escuché. Es sólo que no quise venir.


-Bueno, yo tenía que avisarte. Al final también era tu padre.


-Era una mierda, un enfermo y vos sabés por qué me fui. Dejá de hacerte la boluda.


Laura bajó la vista y se quedó callada.


-Perdoname, Lauri. No quise…


-Está bien, tenés razón. Perdoname vos a . Debés estar cansada del viaje. Tomá, -dijo alcanzándome un manojo de llaves- andate a casa y recostate un rato, yo me ocupo de la gente. Vas a ver, está todo como lo dejaste ¿Te acordás cómo llegar, no?


Sin responder me alejé apretando el llavero. Me detuve en la esquina y volteé para mirarla. Ella también me observaba mientras aplastaba el cigarrillo con el pie.



Caminé una hora, o más, quién sabe cuánto, hasta que las calles empezaron a resultarme familiares. Reconocí muchas de las casas y hasta alguna que otra ausencia cubierta por nuevas construcciones. Al llegar a mi cuadra pasó algo. Observé los mismos edificios, como aquel día a través de la luneta del taxi que me llevó a la terminal, y recordé las lágrimas de mamá en la puerta.


–Yo sé que no vas a volver, pero si cambiás de idea ésta siempre va a ser tu casa.


Y fue lo último que le escuché. Quise leerle los labios mientras el coche se alejaba, pero nunca estuve segura de haberle entendido.


La puerta se mantenía tal como la recordaba. Al girar la llave el click de la cerradura me trajo recuerdos de trasnoches en las que, como ahora contaba hasta cinco mientras subía los escalones del zaguán. La luz mortecina se colaba por la claraboya haciendo que los muebles del comedor arrojaran sombras tan familiares como monstruosas. Mis pies recorrían con memoriosa habilidad el intrincado camino a salvo de tropiezos. La madera de los muebles perfumaba el aire y sólo faltaban los pasos de mamá, apurándose a verificar que la puerta estuviera bien cerrada. Al pasar frente a su cuarto me detuve. Mis ojos tardaron en acostumbrarse. Luego de un rato comencé a ver su cama. Estaba deshecha. La blancura de la sábana se fue haciendo cada vez más nítida, hasta que identifiqué el contorno familiar que describían las arrugas. Y me desplomé a su lado. Apreté la almohada dejándome envolver por su perfume. Y me dormí suplicándole perdón. Llorando estos diez años sin abrazos.



Desperté cegada por la luz que entraba desde el patio. Salí corriendo, sin saber a qué hora era el entierro y tomé un taxi que me dejó en la sala velatoria, justo cuando el cortejo se preparaba para partir.


Laura me tomó con fuerza del brazo, empujándome hacia uno de los coches. Luego se sentó a mi lado y cerró la puerta.


-¿Pudiste dormir algo? -dijo apoyando su mano en mi rodilla.


-Sí, gracias. La casa está como siempre, tenías razón.


-Y allá, en Buenos Aires, digo ¿dónde estás viviendo?


-Cerca de Once, Balvanera se llama el barrio.


-Sí ¿pero vivís en casa o apartamento?


-En realidad es como una pensión. Alquilo una pieza… con una amiga. Así compartimos gastos, ¿viste?


-Ah, si, entiendo -dijo Laura arrepintiéndose de haber preguntado- y seguís trabajando ahí en… ¿cómo se llamaba?


-No, ahora trabajo de cajera en un supermercado. Con unos chinos, cerca de casa. Cerca de la pensión, quiero decir.


-¿Y estás saliendo con alguien? Con algún chico digo.


-No, no por ahora. Mirá, me parece que llegamos.



Al salir del auto nos abrazó un calor agobiante. Laura y yo recibimos las condolencias de decenas de personas mientras nos envolvía un bochornoso tufo de flores podridas. El cajón inició su último recorrido seguido por los familiares, formados de a dos en respetuoso silencio. Mi hermana y yo últimas, cerrando la fila. Nuestras manos chocaron un par de veces hasta que ella capturó la mía con suavidad y así caminamos durante todo el trayecto. Llegamos al final del cementerio, donde se alzaba la pared tapizada de nichos y nos detuvimos. Allí esperaba un cura listo para repetir el sermón que seguramente sabía de memoria.


-Che, Laura, ¿Miguel no viene? -le pregunté acercando mis labios a su oído.


-Miguel y yo nos separamos hace cuatro años, hermanita.


-Ah, perdón. No sabía… Bueno, al menos no tuvieron hijos. Digo, menos gente para sufrir…


-Miguel me dejó por eso, porque no puedo tener hijos -respondió Laura apretándome con fuerza la mano.


En ese momento, sin saber por qué, la miré a los ojos y no pude contener la risa. Agaché la cabeza y apreté los dientes. La carcajada salió como un gorgoteo por la nariz y me solté de Laura para taparme la cara. Ella tampoco pudo contenerse y a mitad de su risa exhaló un gritito que pareció un lamento. Tomó mi cara y me abrazó hasta quedar mejilla con mejilla.


-Sos un desastre, hermanita -me dijo entre risas, y nos apretamos cada vez más fuerte. Algunos parientes se acercaron a consolarnos. Nosotras sólo queríamos seguir así, bien juntas.



-¿Vamos a casa? -dijo Laura ya en la puerta del cementerio.


-Mi ómnibus a Colonia sale en una hora, quiero alcanzar el ferry de las seis -me excusé.


-Bueno, buscamos un taxi y te acompaño a la terminal.



Al pie del ómnibus nos miramos largamente.


-Puede ser la última vez que nos veamos -dijo Laura intentando no ser dramática- No sé por qué, pero me parece que vos no volvés más.


-Vos también podrías venir alguna vez.


-No sé, puede ser. De todas formas, si algún día querés volver al paisito, en casa hay suficiente lugar para las dos -dijo y me abrazó.


-Me tengo que ir. Gracias por todo -y me solté.


-Esperá, me detuvo agarrándome de la mano. Al final no te dije las ultimas palabras de…


-Dejalo así, no quiero saberlo -la corté subiendo al micro.


Ella me siguió con la mirada mientras yo buscaba mi asiento. Finalmente me acomodé y abrí la cortina. Ahí seguía Laura. No pude evitar leer en sus labios: “Mamá dijo…” e instintivamente cerré los ojos. Pasaron segundos interminables sin que yo quisiera mirar, hasta que el ómnibus comenzó a moverse y no me contuve.


Laura seguía allí, lista para hacerlo y yo no pude resistirme a los labios de mi hermana que deletrearon con toda claridad las últimas palabras de mamá.