miércoles, 19 de enero de 2011

Espejismos. Mención en el concurso del suplemento Cultural del diario El País

Y sentí ese perfume, ese olor espeso... y afuera la tormenta... si usted viera, buen hombre. Claro que desde acá no puede, pero créame, olas de diez metros, y la lluvia: una cortina de agua que cae como piedra, y no para. Tiene suerte de que se le haya llenado el lugar, porque lo que es hoy no creo que ningún otro barco logre tocar puerto, no señor, hoy sí que no. Y le agradezco el café, huele de maravillas y con este tiempo algo caliente que meterse entre pecho y espalda no es para despreciar. Pero sin ofender, y sin ánimo de comparar que siempre es feo y más para un viejo destartalado como yo, que seguramente pocos me conocen por aquí y no vaya a creer que sí en otros puertos, que por más viejo y andado no arrastro mayor mérito por el cual esta rota figura merezca ser recordada, y aun así he tenido la fortuna de tomar el más delicioso de los cafés que mano humana haya preparado y que fuera en circunstancias de gran dicha primero, aunque la memoria de los mares sólo recuerde hoy la tragedia; y encontrándome ahora mismo en gran deuda con usted y escaso de metálico, y siendo como son las noches de tormenta amigas de oír historias, quisiera agradecer a usted y a su concurrencia con la especie real de los hechos, tan mal versados y repetidos de mala manera, y de los que sólo yo, único afortunado, puedo dar fe y honrar en verdad, si es que tal cosa existe.
Debería yo tener los años de aquel muchacho... si, no agache la cabeza y no se me ponga rojo, amigo. No le dé pena, que no es pecado tener quince años y si así lo fuera, que no se preocupe, que bien poco le va a durar y que el tiempo y la suerte lo van a dejar como yo, viejo y partido, hablando solo, apalancado a un mostrador. Quince debía tener, le decía, cuando paseando por los muelles helados de alguno de esos puertos del norte me agarró como un vacío en las tripas y una necesidad de poner agua de por medio, y refrenando el primer impulso, que era el de salir corriendo y derribar sombreros y siendo que la providencia ponía frente a mí aquel velero, que aunque viejo lucía en buenas condiciones, y en el que la tripulación se esmeraba en el aparejado al tiempo que entonaba cantos religiosos que resultaron de buen tono y estimulantes a mi espíritu, no lo pensé más. Acomodé mi atado de pertenencias al hombro y me dirigí al grupo que se reunía en la toldilla. ¡Ay, señores! Qué les puedo contar yo de los armadores que ustedes no hayan sufrido ya. Viejos buitres incapaces de arrancar un pelo al más miserable de los perros que merodean los muelles, pero bien dispuestos a matar de hambre a toda una tripulación por más deslome y lealtad que estos pobres pongan a su servicio. Al oír lo exiguo de mis pretensiones me aceptaron sin reparos. Dos días más tarde dejábamos de ver la costa, y que les voy a explicar a ustedes, más viejos o más jóvenes, todos saben lo que eso significa; nuestras mujeres corren donde el marmolero y reservan la mejor lápida que puedan pagar. Y él la aparta junto a la notita con el epitafio que ella, en triste métrica pudo redactar. Y se apuran a encerrarse y corren las cortinas, y lloran solas, rigurosos turnos de seis horas; tres a la tarde y tres a la noche, que a la mañana no, que son muchos y fatigosos los quehaceres.
Y ahí estaba yo, apenas un niño en medio de esa comparsa de hombres fieros, y qué iba a saber que no siempre, quiero decir, que no en todos los barcos la tripulación se comporta como una horda de locos, persiguiendo cada uno quién sabe qué. Y ahí el pobre de Burton, que bien podría ser un eficiente carpintero de pueblo, o un herrero, o cualquier cosa que se propusiera. Pero no. Allí va, andando la cubierta, de proa a popa asomado a la barandilla, buscando a su primogénito, que de tan albino se le hizo beluga y huyó al océano. Y allí lo vemos, pendiente de esa mancha blanca que se eleva y se eleva entre las olas. Y no. Su gesto ahora se desdibuja cuando ve que es sólo otra mota de espuma, y vuelve a buscar. O el viejo Maugham con su frasco de cristal verde, buscando por el mundo el sitio justo donde cada tarde el sol cae al mar y recoger aunque sea unas gotas del agua hirviente, y llevársela a su mujer para que se cure la piel, que sus piernas se están llenando de escamas, y como todos sabemos no hay nada más triste que una sirena vieja.
Y el capitán.
Tres días tardó en aparecerse por cubierta. Mostrando los dientes, los ojos salidos, gritando cosas de los dioses y del monstruo, rengueando venganzas y cayendo de repente en silencios que duraban varios días. Y detrás su esposa. Si usted viera, la más hermosa de las criaturas, capturando en sus labios cada uno de los rayos del atardecer, y llevando de aquí a allá jarros de café ¡y qué café! Que el que aquí se sirve bien digno es de la mesa de reyes y señores, pero aquel..., aquel le devolvía a uno el alma al cuerpo; y ahí, como pasmado lo recibía yo, y se hacía eterno el instante en que ella dejaba su mirada en la mía y yo abrazaba el jarro de latón con mis manos, que día a día se llenaban de quemaduras y le juro, y usted puede pensar que de tan viejo se me arruinó la sesera, le juro que llegué a amar cada una de esas llagas.
¿Ve? A esto quería llegar cuando empecé mi perorata, sólo a esto. Sin embargo hay en muchos de ustedes, lo veo en sus ojos, muchos tienen ese brillo de interés por oír el resto, y es que aquí como me ven, escaso de salud y magro de carnes, y aunque algunos me acusen de experto en invenciones y embustes, debo reconocer que he tenido una vida de aventuras y que muy a pesar de aquellos que me desean el mal, logré convertirme en un acróbata en esa cuestión de caer siempre parado.
Lo cierto, y es aquí donde mi relato había quedado, es que todas las tardes a la hora del café, el barco era poseído por un mutismo que acompañaba el sonido de nuestro arponero, esmerándose en volcar dentro de su botellón hasta la última gota de la deliciosa bebida. Luego de esto, se cubría la cara surcada de jeroglíficos y murmuraba una oración. Finalmente tapaba la botella y la envolvía en su cobija. En una oportunidad pude preguntarle. Dijo que ese líquido tenía un valor especial, como una medicina y no mucho más pude entender.
Pero después de eso la vida del barco seguía, y volvían los gritos del capitán, y los reproches a sus oficiales, y que dónde estaba, que por qué no aparecía y que tan grande no podía ser el mar y que alguien estaba equivocando el derrotero y si acertaba a pasar cerca su esposa los ojos se le inyectaban de sangre y no hacía ni falta que dijera nada, que ella bajaba la cabeza y huía por la escalerita hacia el camarote, y él la miraba hasta que desaparecía y por un rato se sosegaba y se quedaba pensando con la vista fija en el horizonte, y que seguramente le pasaban por la mente la pila de supersticiones, y las desgracias que traía el llevar mujeres a bordo, y que por qué había desoído a los armadores y ya, en el fondo de su endurecido corazón, la culpaba a ella de su desgracia. Y fue ahí que se le ocurrió lo del doblón, como si hiciera falta azuzar los corazones de esos hombres, a los que sin duda no les faltaban hígados pero tampoco les sobraba seso. Y ahí se desató la locura, y que fue él, y no otro quien llamó al viejo Smut al que días antes había proclamado “hacedor de hombres” y le pidió que se lo construya, y el carpintero se asustó sobremanera, y que cómo, para qué. Y él, que lo quería de la misma madera de las canoas de Nantucket y con resina perfumada y, aquí el detalle, el gesto de la providencia que me mantiene a mí, al afortunado, entre ustedes; que lo quería bien calafateado. Vaya, Smut y arrójelo al mar, y recójalo y verifique por dónde se metió esa gotita, y vuelva a calafatear, y de nuevo al mar, todas las veces que sea necesario...
Así estaban las cosas. Así, como las ráfagas que azotan ahora mismo los cristales de su taberna, así, esta puesta en escena de la locura montada en medio del océano embravecido golpeaba mi corazón. Y como si fuera poco, llegó la noche aquella en que la desgracia del insomnio y el desatino de mi curiosidad me mostraron la cara más ominosa de la situación en la que me encontraba. Recorría yo la cubierta oteando un grupo de nubarrones que se acercaba por estribor. Aunque el cielo aparecía despejado y picado de estrellas, la brisa fresca era cada vez más intensa y anticipaba el cambio. En la cabina, el rostro preocupado del capitán que tomaba nota de los saltos abruptos del barómetro a la vibrante luz de un quinqué. De repente un relámpago salió de la escotilla que daba a la bodega e iluminó por un instante la base del trinquete. Sólo eso. Miré a mi alrededor, los pocos marineros que de la guardia fumaban reunidos y conversaban en voz baja. Sin pensarlo me escabullí por la pequeña abertura y caí pesadamente sobre unos sacos de harina. Detrás de los barriles donde acumulábamos el fruto de nuestra caza estaba reunido un particular grupo. Conteniendo la respiración espié oculto en la oscuridad. Cuatro hombres de piel cetrina estaban de pie, en semicírculo, con los ojos puestos en la figura inmóvil que permanecía arrodillada frente a ellos. Un paso más adelante estaba el que parecía ser el jefe, con la cabeza envuelta en un turbante, los ojos cerrados y los brazos extendidos hacia adelante. La figura frente a ellos no era otra que la esposa del capitán. Di un rodeo entre los bultos para poder ver la situación desde el punto opuesto. La mujer abría de forma descomunal unos enormes ojos blancos. Sus dientes castañeaban a una velocidad imposible mientras sus manos se movían, mecánicas y precisas, agregando ingredientes a una marmita que apretaba entre las rodillas. Dentro, un líquido oscuro bullía, lanzando cada tanto pequeños destellos como el que yo había visto. Todo se oscureció, volví a sentir en mis piernas el bogar suave de la nave y como si nunca hubiesen estado, las cinco figuras de pie desaparecieron. La mujer seguía de rodillas pero su cuerpo había caído hacia uno de los lados como presa de una fatiga repentina. Aproveché para moverme, me arrastré de nuevo a la salida y volví a la cubierta. Estábamos casi debajo de los nubarrones y ya las ondulaciones eran más pronunciadas. Un rayo iluminó la noche y caían gruesas gotas cuando apareció ella. Pasó frente a mí con un jarro en las manos y siguió rumbo a la cabina. Tuve que sujetarme de las jarcias porque escorábamos y se volvía difícil mantener la vertical, en cuanto pude corrí a refugiarme en la toldilla. La noche fue eterna, el barco trepaba las olas y ronroneaban las maderas a punto de desarmarse, de pronto se estabilizaba, un instante y todo caía con gran vértigo. El capitán había abandonado la cabina y se aferraba a la barandilla de proa. La lluvia y el mar lo azotaban, y los truenos apagaban las maldiciones de su garganta. Así toda la noche.
Amaneció por fin la calma y nos abocamos a la tarea de reacondicionar la nave. Los días se acortaban a medida que nos dirigíamos al Cabo de Hornos. Ya el frío endurecía los aparejos que se quebraban congelados, y cada tanto pasaba junto a nosotros algún islote de hielo a la deriva. El café de la tarde ya no era una constante, pero nuestras manos entumecidas agradecían el calor del jarro cada vez que se podía. Las arengas del capitán en torno al doblón enmohecido ya no insuflaban en la tripulación aquellos ímpetus de gloria y no eran más que un conjunto de frases inconexas y gritos destemplados. Pasábamos horas, días enteros, escrutando el mar, esperando que llegara eso, algo, cualquier cosa que nos sacara del purgatorio. Para bien o para mal.
Y es que eso, mis amigos, eso es todo lo que buscamos. Somos partículas de polvo, insignificantes e invisibles, sujetas al antojo de un Dios que ya escribió nuestro destino, y es por eso, queridos camaradas de viaje que yo, este pobre viejo que no hizo otra cosa en tantos años que esperar su hora, les digo: Paciencia. Paciencia, señores, que la paciencia es la única de las virtudes, que todo lo otro son vicios que no hacen otra cosa que convertir este transcurrir del tiempo en algo más o menos patético. Y volvamos a nuestro barco, que allí parece que una puerta se abre y por fin saldremos de esta penitencia, y que ya veremos dónde nos lleva, si al cielo o a otra parte.
Que esa tarde sería la última, y se los digo yo que por supuesto allí nadie lo sabía. Que una niebla espesa que parecía alimentarse del vapor de nuestro propio aliento nos envolvía ciegos y que cuando ella comenzó a repartir su café todos se acercaron agradecidos y bebieron hasta saciarse, y que fue nuestro capitán el último en hacerlo y que fui yo el único que no. Y que allá arriba restalló el grito, que esta vez sí, que ahí estaba, ahí enfrente, que por fin la encontramos y por todos lados amenazas y aullidos, y grupos de hombres que se apuraban hacia los botes, y se apretaban, y las cuatro chalupas que caían al mar helado y se perdían en la niebla, y los hombres a los remos, a partirse la espalda, cada uno con su guía erguido en la proa deshaciéndose en maldiciones. Y el barco que queda solo, yo apretado en un rincón, un pobre niño, un huérfano. Y ella que me mira, me fulmina una vez con la mirada y ya no más, y camina lenta hacia el timón, y las velas se hinchan y ella por fin toma el mando, y el barco obediente y el primer golpe, y allá abajo ruido de maderas que se parten y gritos de hombres al agua, de buenos hombres que se ahogan. Y otra vez. Y otra. Y otra más. Y luego el silencio, y la niebla que desaparece y manos y brazos y piernas, allá abajo que se sacuden y se hunden, y el silencio que se alarga, y nuestro barco lanzado sin control y la mole de hielo gigantesca, blanca. Blanquísima. Y el estrépito de la nave que se parte en dos y ella que no suelta el timón y sube, sube hasta el estallido final. Y desaparece.
Luché por no hundirme mientras nuestro barco desaparecía. Como una bendición saltó a flote el ataúd y alabé al pobre de Smut, que sí, que era cierto, que de tan bien calafateado no le entraba una gota. Y a mi lado flotó el botellón del arponero. Y el frasco que Maugham no pudo llenar. Y pasó veloz hacia el fondo el bueno de Burton, abrazado por fin a su primogénito.

Con la mirada perdida el viejo se incorpora y camina lento hacia la puerta. Afuera la tormenta ruge, pero adentro el silencio es absoluto. Abre la puerta, da un sólo paso y de la misma forma que lo trajo, una ráfaga se lo lleva.

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