domingo, 16 de enero de 2011

La foto de la mesa


No eran ni las diez de la mañana y ya estábamos vestidos de fiesta. La mesa puesta, las copas servidas. Estridente como siempre, había llegado la tía Ana, que vivía al lado, taconeando los cinco escalones del zaguán. Más atrás venía su marido, Mario. Caminaba lento con la pera pegada al pecho. Quería descifrar el nudo de la corbata. Pasó la tía, se chupó un dedo y me borró una lagaña. Mamá impaciente miraba el reloj, papá probaba el vino.

-¿Ya vas a empezar a tomar? ¿No ves que es para la foto? –se alteró mamá.

Si está servido es para tomar, debe haber pensado mi padre, aunque no dijo nada. En tantos años de matrimonio había aprendido que sus pensamientos más lógicos era mejor callárselos.

La mayor de las tías, Rosa, entró al comedor con la pinza en la mano y encaró a Talía:

-Nena, sé buena, sacame los pelitos del bigote.

Mi hermana escapó fingiendo que algo le pasaba a su muñeco, y la tía Rosa quedó girando, pinza en mano, en busca de un voluntario. Mientras, Tota, la menos vieja de las tías, devoraba con los ojos la montaña de comida.

-Todos los veinticuatro lo mismo, ¿tan importante es la foto? –preguntó Mario, todavía comprometido en el asunto de la corbata.

-Sí, y callate. Vos porque ya te querés ir de copetín –cortó la tía Ana.

-¿Y no se puede sacar de noche? Digo, durante la cena de verdad...

-Ah, sí, que vivo que sos. Qué te pensás, que Emilio no tiene familia. Vos pretendés que el tipo vaya casa por casa, sacando fotos a las doce de la noche...

-Cállense –cortó mamá- me parece que ahí llegó.

La entrada de Emilio era siempre un suceso.

-Qué bien se lo ve, usted cada día más joven ¿Mucho trabajo? Deje nomás la valija, apóyela ahí, no, en el sillón no, ahí, sobre la mesa. Esta vez no nos va a hacer el cumplido, tómese una copita ¡Viejo, servile a Emilio! Una solamente, qué le va a hacer, mientras, nosotros nos acomodamos. La primera acá, con el árbol. Este lo trajimos de Italia hace treinta y siete años, está viejito pero todavía aguanta, ja, ja, como nosotras ¡Tota! Dejá de comerte todo que es para la noche y vení que Emilio está apurado.

Emilio siempre tenía una camisa de manga corta color salmón. Flaco, flaquísimo. Los brazos peludos, con todas las venas tan afuera que daban ganas de apretárselas. Armaba el aparataje en silencio, la cámara, el trípode, el flash. Y fumaba, uno atrás del otro. Y papá lo miraba, seguro que con bronca, porque a él no lo dejaban fumar adentro.

Ya estábamos listos; los parados, los sentados y nosotros, los más chicos en el suelo. Jimena gateaba entre los regalos justo donde mamá no podía verla y allí estaba ese paquete con mi nombre, y sus manitos rompen el papel y se alcanza a ver apenas, y yo que tenía esperanzas de que fuera un helicóptero, y no. Era un pijama. Y la tía Ana lo rescata y lo cubre, creyendo que todavía podía salvar la sorpresa.

Pero la más importante era la foto de la mesa. Se prendía la araña de cristales y papá ajustaba las tres lamparitas que mamá dejaba flojas el resto del año, porque la navidad era siempre una foto de seis luces. Jimena chiquita en brazos de papá. Mamá recostada en su hombro, los ojos muy abiertos y las pestañas como dibujadas. Rosa con el vestido de ir a cobrar la jubilación, Talía conteniendo la risa, Tota con la boca llena y yo con el desencanto de un pijama entre ceja y ceja. Los únicos sentados a la mesa y en el centro de la foto son Ana y Mario. Ella mojó un dedo en el vino y con la yema y el borde de la copa hace un sonido de lo más molesto. Y canta. Desentona un brindis a viva voz. Mario levanta su copa y sonríe aburrido. O aturdido. No, ninguna de las dos, sonríe resignado. Resignado a que en la foto de la mesa siempre haya que cantar. Detrás de nosotros hay un cuadro de la última cena, sobre el gris del empapelado que cubre las paredes centenarias. Al otro lado de la pared está la pieza, y en el centro la cama de bronce. La misma cama donde dentro de unos años la tía Ana se va a morir.

No hay comentarios:

Publicar un comentario