lunes, 21 de marzo de 2011

Postre

García se crió en una familia que tenía como costumbre, comer postre después de cada comida. Con los años formó su propio hogar y en este nuevo entorno la costumbre del postre se abandonó. Él fácilmente la olvidó y nunca volvió a pensar en eso.

La niñez de García se repartió entre la familia y los postres. La escuela y Ana. Ana y la escuela eran lo mismo. Llegaba al aula y ella le clavaba la mirada, y así, envuelto en esa burbuja de celofán verde, transcurrían las horas de clase. Sus ojos perdidos en los de ella.

Un día la burbuja no llegó a formarse. A pesar de que los ojos de Ana se apoderaron de su mirada, las lágrimas de ella impidieron el hechizo. Ese día Ana comunicó a todos que sus padres se iban del país, y ella de la escuela.

Los primeros días García se sintió raro. Al tiempo se empezó a mejorar, hasta que por fin olvidó el asunto.

Justamente hoy recordaba todo esto al llegar a su casa con el telegrama de despido y observar el desorden. Los roperos casi vacíos anunciaban que su esposa finalmente se había ido, llevándose a los chicos y sin dejar siquiera la clásica nota de despedida sobre la mesa.

Salió a la calle y caminó durante horas con las manos en los bolsillos hasta que comenzó a oscurecer. Se metió en un bar y comió hasta el hartazgo. Cuando la camarera se acercó con la cuenta, y sin poder apartar la mirada de sus enormes ojos verdes pidió un flan con dulce de leche.

viernes, 18 de marzo de 2011

El árbol de Remolachas Cocidas


Hacían falta sólo dos pasos fuera de la casa para que el fondo de mi abuelo se transformara en una selva. Detrás de las primeras plantas que crecían achaparradas a orillas del cemento comenzaba una maraña de árboles que se cerraba, metro a metro hasta hacer casi imposible el paso de una persona. Todas las tardes, mi abuelo se ayudaba con el machete abriéndose camino hasta perderse en la oscuridad. Yo lo observaba a través de mi ventana. Allí iba él, despareciendo entre el follaje para alimentar al lobo. Yo esperaba en mi habitación hasta la noche, cuando él regresaba con el tesoro del más precioso de los frutales: el árbol de remolachas cocidas.

Mi abuela ya no estaba. Había muerto de algo que, según mi abuelo, le pasa a las mujeres, y mis padres venían muy poco, sólo cuando sus trabajos en Buenos Aires se lo permitían.

El sonido del machete sobre el mármol era la señal. Yo corría hacia la cocina y encontraba los dos platos, con las enormes remolachas aun tibias, recién arrancadas y cortadas en perfectas rodajas. Y las devorábamos en silencio. El lobo para esa hora dejaba de aullar. Después mientras yo lavaba los platos, él limpiaba su machete cuidadosamente, quitando todas las manchas rojas que se secaban en el filo. Yo volvía a mi habitación. Mi abuelo se sentaba en un viejo sillón del fondo, y pasaba horas mirando su bosque mientras fumaba uno tras otro. Y el lobo volvía a aullar.

Un día, hace mucho, se internó en el bosque. Pasó el tiempo, mis padres dejaron de venir y me quedé sola. Me cuesta cada vez más dormir, me aterrorizan los aullidos y extraño mis remolachas cocidas.

jueves, 10 de marzo de 2011

Felisberto Hernández


Aquí va un fragmento, sólo el comienzo, de un cuento de Felisberto Hernández. Ojalá lleve a alguien a buscar el resto. El final del cuento y en definitiva el libro, que se llama "Nadie encendía las lámparas".

Menos Julia

En mi último año de escuela veía yo siempre una gran cabeza negra apoyada sobre una pared verde pintada al óleo. El pelo crespo de ese niño no era muy largo; pero le había invadido la cabeza como si fuera una enredadera; le tapaba la frente, muy blanca, le cubría las sienes, se había echado encima de las orejas y le bajaba por la nuca hasta metérsele entre el saco de pana azul. Siempre estaba quieto y casi nunca hacía los deberes ni estudiaba las lecciones. Una vez la maestra lo mandó a la casa y preguntó quién de nosotros quería acompañarlo y decirle al padre que viniera a hablar con ella. La maestra se quedó extrañada cuando yo me paré y me ofrecí, pues la misión era antipática. A mí me parecía posible hacer algo y salvar a aquel compañero; pero ella empezó a desconfiar, a prever nuestros pensamientos y a imponernos condiciones. Sin embargo, al salir de allí, fuimos al parque y los dos nos juramos no ir nunca más a la escuela.

Una mañana del año pasado mi hija me pidió que la esperara en una esquina mientras ella entraba y salía de un bazar. Como tardaba, fui a buscarla y me encontré con que el dueño era el amigo mío de la infancia. Entonces nos pusimos a conversar y mi hija se tuvo que ir sin mí.

Por un camino que se perdía en el fondo del bazar venía una muchacha trayendo algo en las manos. Mi amigo me decía que él había pasado la mayor parte de su vida en Francia. Y allá, él también había recordado los procedimientos que nosotros habíamos inventado para hacer creer a nuestros padres que íbamos a la escuela. Ahora él vivía solo; pero en el bazar lo rodeaban cuatro muchachas que se acercaban a él como a un padre. La que venía del fondo traía un vaso de agua y una píldora para mi amigo. Después él agregó:

-Ellas son muy buenas conmigo; y me disculpan mis...

Aquí hizo un silencio y su mano empezó a revolotear sin saber dónde posarse; pero su cara había hecho una sonrisa. Yo le dije un poco en broma:

-Si tienes alguna... rareza que te incomode, yo tengo un médico amigo...

Él no me dejó terminar. Su mano se había posado en el borde de un jarrón; levantó el índice y parecía que aquel dedo fuera a cantar. Entonces mi amigo me dijo:

-Yo quiero a mi... enfermedad más que a mi vida. A veces pienso que me voy a curar y me viene una desesperación mortal.

-¿Pero qué... cosa es ésa?

-Tal vez un día te lo pueda decir. Si yo descubriera que tú eres de las personas que pueden agravar mi... mal, te regalaría esa silla nacarada que tanto le gustó a tu hija.

Yo miré la silla y no sé por qué pensé que la enfermedad de mi amigo estaba sentada en ella.

...y sigue.

martes, 8 de marzo de 2011

"La Cordobesa" otra historia que ya no aparecerá en Sagrada

¡Eh! Vení ¿me regalás cincuenta pesos? No te digo que me prestes porque no te los voy a devolver. Bueno ¡eh! por lo menos te voy de frente ¿Qué querés que te devuelva, si nunca tengo un mango. ¡Dale, amigo! ¿Qué te hace cincuenta pesitos? Es un asunto entre hombres ¿me entendés? Me la paso todo el día acá, secuestrado; un día que pinta salir y yo sin filo. Tengo una cordobesa que no sabés como está ¡juaaa! ¡Qué caramelito papá! Pero no puedo andar sin guita ¡dale! Tengo que descargar tensiones, todo el día acá, me va a matar el estrés. Mirá que si sigo así, cualquier día de estos me da un bobazo y se te va la empresa a la mierda. Haceme la gamba; la invito unas copas, me pego un revolcón, el domingo me confieso y arranco semana santa livianito de cuerpo y alma, como dicen. ¡Dale, copate! Regalame cincuenta pesos. Que la Cordobesa ya me avisó, que no me fía más, me avisó

domingo, 6 de marzo de 2011

Un cuento de Horacio Quiroga

Juan Polti, half-back

Cuando un muchacho llega, por a ó b, y sin previo entrenamiento, a gustar de ese fuerte alcohol de varones que es la gloria, pierde la cabeza irremisiblemente. Es un paraíso demasiado artificial para su joven corazón. A veces pierde algo más, que después se encuentra en la lista de defunciones.
Tal es el caso de Juan Polti, half-back del Nacional de Montevideo. Como entrenamiento en el juego, el muchacho lo tenía a conciencia. Tenía además una cabeza muy dura, y ponía el cuerpo rígido como un taco al saltar; por lo cual jugaba al billar con la pelota, lanzándola de corrida hasta el mismo gol.
Polti tenía veinte años, y había pisado la cancha a los quince, en un ignorado club de quinta categoría. Pero alguien del Nacional lo vio cabecear, comunicándolo enseguida a su gente. El Nacional lo contrató, y Polti fue feliz.
Al muchacho le sobraba, naturalmente, fuego, y este brusco salto en la senda de la gloria lo hizo girar sobre sí mismo como un torbellino. Llegar desde una portería de juzgado a un ministerio, es cosa que razonablemente puede marear; pero dormirse forward de un club desconocido y despertar half-back del Nacional, toca en lo delirante. Polti deliraba, pateaba, y aprendía frases de efecto:
-Yo, señor presidente, quiero honrar el baldón que me han confiado.
Él quería decir blasón, pero lo mismo daba, dado que el muchacho valía en la cancha lo que una o dos docenas de profesores en sus respectivas cátedras.
Sabía apenas escribir, y se le consiguió un empleo de archivista con 50 pesos oro. Dragoneaba furtivamente con mayor o menor lujo de palabras rebuscadas, y adquirió una novia en forma, con madre, hermanas, y una casa que él visitaba.
La gloria lo circundaba como un halo.
"El día que no me encuentre más en forma -decía-, me pego un tiro".
Una cabeza que piensa poco, y se usa, en cambio, como suela de taco de billar para recibir y contra-lanzar una pelota de fútbol que llega como una bala, puede convertirse en un caracol sonante, donde el tronar de los aplausos repercute más de lo debido. Hay pequeñas roturas, pequeñas congestiones, y el resto. El half-back cabeceaba toda una tarde de internacional. Sus cabezazos eran tan eficaces como las patadas del team entero. Tenía tres pies, ésta era su ventaja.
Pues bien: un día Polti comenzó a decaer. Nada muy sensible, pero la pelota partía demasiado a la derecha o demasiado a la izquierda; o demasiado alto; o tomaba demasiado efecto. Cosas éstas todas que no engañaban a nadie sobre la decadencia del gran half-back. Sólo él se engañaba, y no era tarea amable hacérselo notar.
Corrió un año más, y la comisión se decidió al fin a reemplazarlo. Medida dura, si las hay, y que un club mastica meses enteros; porque es algo que llega al corazón de un muchacho que durante cuatro años ha sido la gloria de su field.
Cómo lo supo Polti antes de serle comunicado, o cómo lo previó -lo que es más posible- son cosas que ignoramos. Pero lo cierto es que una noche el half-back salió contento de casa de su novia, porque había logrado convencer a todos de que debía casarse el 3 del mes entrante, y no otro día. El 2 cumplía años ella y se acabó.
Así fueron informados los muchachos esa misma noche en el club, por donde pasó Polti hacia media noche. Estuvo alegre y decidor como siempre. Estuvo un cuarto de hora, y después de confrontar, reloj en mano, la hora del último tranvía a la Unión, salió.
Esto es lo que se sabe de esa noche. Pero esa madrugada fue hallado el cuerpo del half-back acostado en la cancha, con el lado izquierdo del saco un poco levantado, y la mano derecha oculta bajo el saco.
En la mano izquierda apretaba un papel, donde se leía: "Querido doctor y presidente: Le recomiendo a mi vieja y a mi novia. Usted sabe, mi querido doctor, por qué hago esto. ¡Viva el club Nacional!".


Y más abajo, estos versos:

"Que siempre esté adelante
el club para nosotros anhelo
Yo doy mi sangre por todos mis compañeros,
ahora y siempre el club gigante
¡Viva el club Nacional!"

El entierro del half-back Juan Polti no tuvo, como acompañamiento de consternación, sino dos precedentes en Montevideo. Porque lo que llevaban a pulso por espacio de una legua era el cadáver de una criatura fulminada por la gloria, para resistir la cual es menester haber sufrido mucho tras su conquista. Nada, menos que la gloria, es gratuito. Y si se la obtiene así, se paga fatalmente con el ridículo, o con un revólver sobre el corazón.

Este cuento fue escrito por Horacio Quiroga inspirado en el suicidio de Abdón Porte, ocurrido el 5 de mayo de 1918. Hoy una de las tribunas del Gran Parque Central, estadio del Club Nacional de Fútbol, lleva su nombre.

viernes, 4 de marzo de 2011

Regla tercera del Buen Escritor


Todo escritor debe considerar el derecho del lector a creer que hay una moraleja detrás de cada relato, aunque esto al autor le parezca una pelotudez.

Ejemplo:

Escribe el autor:

Tanto le creció la nariz al pobre Pinocho, que ya no le dio el ángulo para girar la cabeza y escapar de la barriga de la Ballena.


Piensa el lector:


Se refiere sin duda a aquel funcionario que durante tantos años no hizo otra cosa que negar cosas tan evidentes como la inflación, con el único objetivo de agradar a sus superiores, y hoy todos, incluso aquellos tan defendidos, opinan que es un pobre gil.