
García se crió en una familia que tenía como costumbre, comer postre después de cada comida. Con los años formó su propio hogar y en este nuevo entorno la costumbre del postre se abandonó. Él fácilmente la olvidó y nunca volvió a pensar en eso.
La niñez de García se repartió entre la familia y los postres. La escuela y Ana. Ana y la escuela eran lo mismo. Llegaba al aula y ella le clavaba la mirada, y así, envuelto en esa burbuja de celofán verde, transcurrían las horas de clase. Sus ojos perdidos en los de ella.
Un día la burbuja no llegó a formarse. A pesar de que los ojos de Ana se apoderaron de su mirada, las lágrimas de ella impidieron el hechizo. Ese día Ana comunicó a todos que sus padres se iban del país, y ella de la escuela.
Los primeros días García se sintió raro. Al tiempo se empezó a mejorar, hasta que por fin olvidó el asunto.
Justamente hoy recordaba todo esto al llegar a su casa con el telegrama de despido y observar el desorden. Los roperos casi vacíos anunciaban que su esposa finalmente se había ido, llevándose a los chicos y sin dejar siquiera la clásica nota de despedida sobre la mesa.
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