viernes, 18 de marzo de 2011

El árbol de Remolachas Cocidas


Hacían falta sólo dos pasos fuera de la casa para que el fondo de mi abuelo se transformara en una selva. Detrás de las primeras plantas que crecían achaparradas a orillas del cemento comenzaba una maraña de árboles que se cerraba, metro a metro hasta hacer casi imposible el paso de una persona. Todas las tardes, mi abuelo se ayudaba con el machete abriéndose camino hasta perderse en la oscuridad. Yo lo observaba a través de mi ventana. Allí iba él, despareciendo entre el follaje para alimentar al lobo. Yo esperaba en mi habitación hasta la noche, cuando él regresaba con el tesoro del más precioso de los frutales: el árbol de remolachas cocidas.

Mi abuela ya no estaba. Había muerto de algo que, según mi abuelo, le pasa a las mujeres, y mis padres venían muy poco, sólo cuando sus trabajos en Buenos Aires se lo permitían.

El sonido del machete sobre el mármol era la señal. Yo corría hacia la cocina y encontraba los dos platos, con las enormes remolachas aun tibias, recién arrancadas y cortadas en perfectas rodajas. Y las devorábamos en silencio. El lobo para esa hora dejaba de aullar. Después mientras yo lavaba los platos, él limpiaba su machete cuidadosamente, quitando todas las manchas rojas que se secaban en el filo. Yo volvía a mi habitación. Mi abuelo se sentaba en un viejo sillón del fondo, y pasaba horas mirando su bosque mientras fumaba uno tras otro. Y el lobo volvía a aullar.

Un día, hace mucho, se internó en el bosque. Pasó el tiempo, mis padres dejaron de venir y me quedé sola. Me cuesta cada vez más dormir, me aterrorizan los aullidos y extraño mis remolachas cocidas.

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