miércoles, 26 de enero de 2011

Mientras mi amigo Franz espera en la escalinata de Tribunales

Un sospechoso

-Entiendo que no se sienta cómodo, estamos de acuerdo en que no es el mejor lugar del mundo –empieza diciendo el funcionario, algún tipo de profesional civil que la fuerza requería de vez en cuando para situaciones de este tipo. La habitación es gris, sin aberturas a excepción de una puerta también gris, situada a espaldas del funcionario. Frente a él, perfectamente erguido en la silla metálica está el interrogado, Acomoda compulsivamente las solapas de su traje negro. Una, dos veces, y luego el nudo de la corbata.
-Debo suponer que conoce usted al señor Ottomar –el otro asiente inclinando apenas la frente. Sus grandes orejas sobresaliendo del impecable peinado donde cada hebra de cabello marcha inexorable hacia la nuca, incomodan al interrogador que se siente desaliñado. No puede evitar transpirar y pequeñas gotas se hacen visibles en el cuello de la camisa.
-El señor Ottomar es mi jefe. El dueño de la empresa donde trabajo –agrega mientras se encoge de hombros varias veces a gran velocidad. Su espalda es bastante angosta, rematada por dos púas, como si llevara algún tipo de hombreras mal confeccionadas. Dice esto y se queda en silencio. Frente a frente los dos se miran. El funcionario apoya una mano en la mesa y con sus dedos suelta una ráfaga de pequeños golpes, como un tableteo. El otro da un salto en el asiento y mira por sobre su hombro hacia el piso. Hay un rictus en su cara. Un gesto que dura un segundo, apenas un movimiento de la nariz a un lado y otro que no logra ser interpretado por el investigador.
-Sí, eso ya lo sé. Él presentó una denuncia en su contra. Por...
-Por malos tratos. Estoy al tanto.
-¿Y usted que nos puede decir? –dice y se afloja la corbata. El sudor ahora le baja por el cuello.
-¿Es mucha molestia si le pido un vaso con agua? –dice bajando la vista. El otro arrastra con ruido la silla hacia atrás y sin decir nada camina hasta la puerta. La abre y le dice algo al oído al policía de custodia. Al poco tiempo éste vuelve con el vaso y se lo da. El funcionario lo deja en la mesa, empujándolo hasta él.
Ahora Blumfeld, tal el nombre del acusado, saca del bolsillo de su saco un pañuelo y los desdobla con cuidado. Toma una de las puntas y sin levantar el vaso limpia con esmero el borde donde va a apoyar los labios. Sorbe con algo de ruido un par de buches, vuelve a limpiar el vaso y su boca. Finalmente dobla el pañuelo y lo guarda.
-El señor Ottomar dice que usted arremetió a golpes contra dos de sus subordinados, y sinceramente nosotros investigamos sus antecedentes y no parece el tipo de persona que...
-Es cierto lo que dice mi patrón –admite el acusado mirando fijo a los ojos de su interrogador. El otro queda boquiabierto y su mano vuelve a hacer ese ruidito en la mesa. Blumfeld gira el cuello y mira al suelo. Las manos se crispan y junta las rodillas con fuerza.
-O sea que admite que es verdad – Blumfeld, la cara todavía desencajada asiente con la cabeza.
-¿Y se puede saber por qué lo hizo?
-Se lo merecían.
-Usted cree que lo merecían –dice el funcionario haciendo con sus manos un gesto que parece relativizar la opinión del acusado.
-No, es objetivo. Se lo merecían. No hay duda de que así es.
-¿Y en qué se basa...
-Mire –dice Blumfeld levantándose de la silla- si usted admite sin problemas que yo confiese mi culpa, admita también que se lo merecían.
El otro se queda callado. Lentamente a Blumfeld se le apagan los colores que le habían subido por el rostro y vuelve a sentarse. El investigador piensa que aquel hombre, visto fuera de contexto daría la sensación de ser un tipo altísimo. Tal sus proporciones, pero que sin embargo es su delgadez en relación con la altura la que genera el espejismo. No debe medir más de un metro con setenta y cinco, calcula.
-Son holgazanes, muchachos sin formación que mejor deberían estar al cuidado de sus madres que venir a entorpecer...
Es ese momento se abre la puerta y entra un agente con papeles en la mano. Se disculpa, extiende el fajo al interrogador y le susurra algo al oído.
-¿Usted vive en la calle Celetná número...
-Sí, en el sexto piso –se apura a responder Blumfeld.
El funcionario marca dos o tres cosas en la planilla y la firma. Separa algunos papeles y devuelve el resto al policía. Éste se da media vuelta y sale. El acusado se acomoda las solapas, repite tres veces el movimiento de sus hombros y saca el pañuelo. Mientras inicia la ceremonia del agua, el interrogador hojea los papeles.
-Es un edificio antiguo, el de su casa, digo.
Blumfeld retiene el agua en su boca y admite con las mejillas hinchadas.
-Aquí dice que hubo problemas con insectos últimamente.
-Sí –se apura a tragar- cucarachas.
-Y usted, hace que vive ahí...
-Veinte años. Vinieron a fumigar, pero no hubo caso, las más grandes...
-Y vive solo –interrumpe.
-Sí, yo solo.
-No tiene mucha relación con los vecinos –supone el funcionario.
-Sólo con la de la planta baja. Ella se ocupa la limpieza de mi departamento. Nada demasiado esmerado, pero es lo que hay.
El interrogador hace silencio y se concentra en los papeles. Decide que sus dedos vuelvan a galopar la mesa, esta vez a propósito. Lo hace y observa por sobre las hojas. Blumfeld adivina la intención y logra refrenar el primer impulso, Se queda mirándolo fijo y empieza a dibujar una sonrisa. El otro vuelve a los papeles.
-Ellos llegan todas las mañanas tarde –dice ahora Blumfeld- lo hacen a propósito, estoy seguro, y después se las ingenian para trabajar lo menos posible. Son muchas las tareas que hay en la oficina, y el personal siempre insuficiente.
-Según el señor Ottomar...
-Qué sabe él, piensa que se soluciona poniendo más y más gente, y lo único que traen son estos mocosos que no sienten ningún amor por lo que hacen. Llegan y se ponen a pelear con el ordenanza, juegan a quitarle la escoba, y forcejean por la oficina, y desparraman los papeles. Y ¡cuidado con pedir que hagan esto o aquello! En seguida les duele algo, que hicieron un mal esfuerzo y ahí nomás a la enfermería. Después dos o tres días de reposo y todo el trabajo para mí. Si el señor Ottomar...
-Pero, esto no es justificativo para...
-¿Para qué? ¿Para tomar la escoba y darles su merecido?

El funcionario expulsa el aire por la nariz y deja caer la cabeza hasta chocar el mentón con el pecho. Intercala en sus manos las hojas y empieza a desear que ese tipo, el que tiene enfrente, desaparezca de allí.

-Si tan sólo hubiesen tenido un padre que los educara como se debe –recomienza Blumfeld- alguien que les enseñara el valor de la firmeza, la responsabilidad del trabajo –dice sollozando, al tiempo que se cubre la cara con las manos.
El funcionario se levanta y empieza a caminar lento por la habitación. Espera que el acusado se calme. De a poco dejan de sonar los gemidos y la respiración se normaliza.
-Bueno, señor Blumfeld, yo no tengo más que decir. Sabe que lo espera un juicio largo, deberá buscar un abogado y soportar todo un enjambre de burócratas. Habrá papeleo, demasiado. Es habitual en estos casos, y durante el tiempo que dure no podrá hacer otra cosa que...
La puerta se abre nuevamente y aparece el policía. Dos gotas de sudor le cruzan la frente, su cara denota un cierto desacomodo y sostiene con dificultad un pañuelo que se sacude en sus manos. Mira al funcionario y luego a la mesa. El funcionario aprueba y el agente abre el pañuelo, dejando libres las dos pelotitas que ni bien tocan la tabla empiezan a rebotar. Cuando una toca la superficie la otra alcanza una altura de cinco centímetros y empieza el descenso. Así alternativamente, sin dejar de producir ese tableteo. Blumfeld retrocede con espanto dejando que su silla caiga ruidosamente.
-Las encontramos en su departamento –dice el policía señalando al acusado- encerradas en un ropero. Junto a ellas estaba el cuerpo del niño.

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