domingo, 30 de enero de 2011

Ases del aire

En el medio un Corsair plateado, apuntando en diagonal al techo. A la derecha El Grumman Panther y del otro lado el Cougar; uno blanco, el otro negro. El tío Mario se ocupaba personalmente de mantenerlos libres de polvo. Cada mañana yo llegaba de la escuela y lo sorprendía haciendo la limpieza, mientras en la cocina se oía a la tía Ana cantar como poseída. Él se demoraba un segundo más y retiraba el Corsair de su base, lo elevaba en el aire y lo traía de frente hasta que la punta de la hélice casi chocaba con la montura de sus lentes. Yo ya estaba en mi silla, él guardaba el plumero al costado del aparador y venía a sentarse frente a mí, en su sillón que miraba a la ventana, dándole la espalda a sus aviones. Y empezaba a contar, siempre una historia buenísima. Y tocaba esa del vuelo de reconocimiento, él al medio con su Corsair. A la derecha, como siempre Victorica con el Panther, a la izquierda, infaltable Calasso con el Cougar. Día tranquilo, despejado, casi sin viento. Victorica que levanta el pulgar, Calasso que responde y él que no. Se empieza a quedar atrás, y pierde altura. El tío empieza a transpirar en su sillón, yo casi no puedo quedarme sentado. El aparato que se pone de costado, gira como muerto y cae en picada. Frente a mí sus manos se hinchan de venas verdosas apretando los comandos, levanta la cabeza y asoman gigantes los agujeros de su nariz y los postizos amarillentos, y no quiere mirar hacia abajo, y yo tampoco, y aprieto también mis manos, hasta que me duelen y ya estoy parado haciendo una fuerza increíble y él que de golpe me dice algo. Qué. Qué si la tía Ana subió a colgar la ropa. Y yo qué sé. Dale, sé buenito, andá a fijarte, y sí, subió a la azotea. Entonces él, haciendo el menor ruido posible se para, va hasta el aparador, lo abre y saca la botella de jerez. Se sirve un vasito y lo desaparece en un solo movimiento. Medio más. Después saca su pañuelo, limpia adentro del vaso y guarda todo en su lugar. Viene, se sienta, agarra los comandos y seguimos cayendo. Al final, con la fuerza que hacemos los dos logramos enderezar el avión, que vuelve a nivelarse cuando casi tocaba el suelo, y sube, ya fuera de peligro. Y me abraza, y se pone contento, los dos con las manos coloradas, la respiración a los saltos y el olor del jerez ahí de mi cara.

-Yo ya estoy viejo –me dice- cuando no esté vas a tener que ocuparte de los aviones.

Yo se lo prometo y casi no quiero mirarlo. Junto las cosas de la escuela y me voy para mi casa. Hago fuerza para no desear esos aviones.

La tía Ana y el tío Mario viven en la casa que está pegada a la mía, y la pared sobre la que se apoya mi cama es del otro lado la de la habitación de ellos. Esa noche escuché todo. Al principio ella lo llamaba en voz baja, después oí un llanto nervioso y al final los gritos. Hacía mucho frío y crucé el patio para avisarles a mis padres tiritando, con una fea sensación que me sobrevolaba la cabeza como tres avioncitos de juguete.

Llovía en el cementerio. Al sacar el cajón del coche dos hombres se apuraron a agarrar las manijas de adelante.

-Son Victorica y Calasso –me dijo mi mamá- fueron compañeros del tío Mario durante treinta y dos años, en el Banco Mercantil.

No hay comentarios:

Publicar un comentario