lunes, 24 de enero de 2011

Alí


Talía y yo nos mirábamos. La tía Ana relataba con lujo de detalle viajes y cumpleaños, se detenía de pronto en una de ella, con un traje de baño lleno de volados y una capelina demasiado grande; detrás se veía el mar y posaba como si fuera Sofía Loren. Siempre posaba. También explicaba cada ambiente de las casas en las que vivieron ella y el tío Mario: esta es en la calle Enrique Puey, ay, viejo ¿te acordás? Y aquella es en Rivera, que linda casa esa, no me la olvido más. Y nosotros dos esperábamos nerviosos la diapositiva de Alí. Se hacía silencio, un nudo de angustia acogotaba a la tía cuando llegaba esa foto. Seguramente la había tomado el tío Mario, y se veía a Alí, un enorme pastor alemán, congelado en el aire, pellizcando con los dientes la pelota que sostenía la tía Ana. Cuando en el colegio me preguntaban si tenía mascota, yo respondía que sí, que tenía un perro. Alí. ¿Qué cómo se porta? Bien. Normal, qué se yo. Bah, a veces se pone loco y rompe algo, mentía.
Creo que todos soportábamos la ceremonia de las diapositivas por esa foto, la única foto de Alí. Las anteriores pasaban en medio de un clima de ansiedad; las de después no le interesaban a nadie, y empezaba el ruido de tazas y los murmullos, interrumpidos por la tía Ana que suspiraba o se sonaba los mocos. Alí había sido el regalo de un amigo del tío Mario, y era el único perro que había pisado nuestra casa.

Después murió el tío Mario. La tía Ana se puso vieja y ya no podía levantarse de la cama. Mezclaba todo, la cabeza no le funcionaba bien y a nosotros nos divertía muchísimo.
-¿Qué estás haciendo? –le preguntaba Talía.
-Acariciando a Alí ¿no ves? –respondía mientras deslizaba la mano elegante, como sintiendo cada falange.
Y entonces le llevábamos platos con comida y agua, y los dejábamos en el suelo al lado de la cama. Y la tía nos agradecía, abría el cajón de la mesita y nos daba un botón o una chapita de coca y nos decía, tomen, tomen un vintén, vayan y cómprense algo. Entonces se lo pedíamos un rato para sacarlo a pasear, y le tirábamos su pelota, y daba gusto verla aplaudir y dar saltitos en la cama, feliz de verlo correr. A veces, cuando mamá no estaba y nos quedábamos solos con ella, Talía entraba gritando que Alí se había escapado. Entonces yo cerraba de un golpe la puerta de calle y me volvía corriendo por el patio.
-Un auto, a Alí lo atropelló un auto –gritaba yo, y la tía Ana se desesperaba y gritaba también. Se quería levantar y no podía, y lloraba. Cada vez más despacito hasta quedarse dormida. Sin hacer ruido, nosotros devolvíamos los botones al cajón. Al despertar no se acordaba de nada y volvía a pasar la mano, como siempre, por el lomo de Alí.

Cuando la tía Ana murió yo no quería ir al velorio. Papá me obligó, dijo que tenía que despedirme. Al entrar vi a Talía a los pies del cajón, parada muy derechita con las manos cruzadas en la espalda. Me hacía gestos con la cabeza, quería que fuera con ella, pero yo ni loco, no quería. Papá me dio un empujoncito y me dijo algo en voz baja. Resignado fui y me paré al lado. Apreté lo más que pude los ojos, me sudaban las manos.
-Che, Gonza –me dijo.
-Qué –respondí sin abrir los ojos, pero sabiendo lo que me iba a decir. Ella era así, la seguía hasta el final, siempre. Y por más que Alí había muerto mucho antes de que nosotros naciéramos, igual lo dijo:
-Che, nos quedamos sin perro ¿no?

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