domingo, 16 de enero de 2011

Sus últimas palabras. Primer premio. Concurso Cuentos Rioplateados 2010




Enfrento el ataúd conmovida. Más que la rigidez es su blancura, perturbadora Recorro con la vista cada uno de los rasgos queriendo animarlos, buscando reconocerlos. Tal vez para justificar el viaje. La correa de la mochila me resbala por el brazo sin que pueda sostenerla y cae con ruido sordo a mis pies. Por detrás se acerca ella, apoyando sus manos en mis hombros.


-Viniste, hermanita, dice. Qué suerte que pudiste.



Desde la ventanilla del ómnibus desfila Montevideo, como si en todos estos años hubiese estado quieta, esperándome. Las mismas casas, la misma gente. La cadencia gris de cada sábado por la tarde, de tantos recorridos que desembocan en la anacrónica opulencia del Palacio Legislativo. Al abrirse la puerta del micro el cerebro se despresuriza. Mis oídos se sacuden dos horas de motor y comienzan a acostumbrarse a la ciudad. Busco un taxi.



Correspondo su abrazo y me dejo abrazar. Por sobre su hombro vuelvo a ver el féretro. Y a mamá. Mi mente vuela a una matinée del cine Censa hace mil años. Una versión de Blancanieves, creo que japonesa. La única forma de romper el hechizo era repitiendo las ultimas palabras que dijera la doncella antes de morir. El Príncipe dice “amor” o algo por el estilo, y el milagro se produce.


-Mirate, si estás igual ¿cuánto hace de la última vez?, ¿diez años? -dijo Laura deshaciendo el abrazo.


-Sí, más o menos -dije recogiendo la mochila.


-Mamá te nombró hasta último momento. Ya no estaba bien ¿sabés? Confundía todo, y creía que la que estaba a su lado eras vos. Se prendía de mi mano y me decía Andreita esto, Andreita lo otro. Así murió ¿Y sabés cuáles fueron sus últimas palabras? Ni te imaginás…


-Perdoname -la interrumpí- voy a salir un minuto. Necesito fumar.



El sol empezaba a caer por detrás de los edificios. Aproximándome al cordón de la vereda podía ver el río, varias calles más abajo, inexorablemente marrón. Se detuvo un taxi. Un viejo bajó con dificultad y me saludó. No pude reconocerlo.


-¿No te acordás de él? -dijo mi hermana que había estado observando- Vicente, el relojero. El de la calle Magallanes.


-No, ni idea.


-Dale, cómo no te vas a acordar, si le mataste el gato. Convidame uno.


-Yo no le maté ningún gato -dije sacando la cajilla- Vos le pisaste el lomo con la bicicleta y yo tuve que retorcerle el pescuezo para que deje de sufrir.


-Bueno ¿lo mataste o no lo mataste? -insistió apretando el cigarrillo entre los labios.


Le acerqué fuego mientras ella cubría la llama con el hueco de sus manos. Por primera vez en diez años nos miramos a los ojos.


-Estás linda, nena. Siempre fuiste la linda de la familia -me dijo y expulsó el humo- ¿Cómo te va allá en Buenos Aires?


-Bien, tirando. No me quejo.


-¿Y los hombres? Te deben andar atrás todo el día.


-No, no creas. Allá nadie te mira, cada uno tiene sus problemas.


-Te estuve buscando cuando pasó lo de papá. Te dejé mensajes en el contestador pero se ve que no los…


-Si los escuché. Es sólo que no quise venir.


-Bueno, yo tenía que avisarte. Al final también era tu padre.


-Era una mierda, un enfermo y vos sabés por qué me fui. Dejá de hacerte la boluda.


Laura bajó la vista y se quedó callada.


-Perdoname, Lauri. No quise…


-Está bien, tenés razón. Perdoname vos a . Debés estar cansada del viaje. Tomá, -dijo alcanzándome un manojo de llaves- andate a casa y recostate un rato, yo me ocupo de la gente. Vas a ver, está todo como lo dejaste ¿Te acordás cómo llegar, no?


Sin responder me alejé apretando el llavero. Me detuve en la esquina y volteé para mirarla. Ella también me observaba mientras aplastaba el cigarrillo con el pie.



Caminé una hora, o más, quién sabe cuánto, hasta que las calles empezaron a resultarme familiares. Reconocí muchas de las casas y hasta alguna que otra ausencia cubierta por nuevas construcciones. Al llegar a mi cuadra pasó algo. Observé los mismos edificios, como aquel día a través de la luneta del taxi que me llevó a la terminal, y recordé las lágrimas de mamá en la puerta.


–Yo sé que no vas a volver, pero si cambiás de idea ésta siempre va a ser tu casa.


Y fue lo último que le escuché. Quise leerle los labios mientras el coche se alejaba, pero nunca estuve segura de haberle entendido.


La puerta se mantenía tal como la recordaba. Al girar la llave el click de la cerradura me trajo recuerdos de trasnoches en las que, como ahora contaba hasta cinco mientras subía los escalones del zaguán. La luz mortecina se colaba por la claraboya haciendo que los muebles del comedor arrojaran sombras tan familiares como monstruosas. Mis pies recorrían con memoriosa habilidad el intrincado camino a salvo de tropiezos. La madera de los muebles perfumaba el aire y sólo faltaban los pasos de mamá, apurándose a verificar que la puerta estuviera bien cerrada. Al pasar frente a su cuarto me detuve. Mis ojos tardaron en acostumbrarse. Luego de un rato comencé a ver su cama. Estaba deshecha. La blancura de la sábana se fue haciendo cada vez más nítida, hasta que identifiqué el contorno familiar que describían las arrugas. Y me desplomé a su lado. Apreté la almohada dejándome envolver por su perfume. Y me dormí suplicándole perdón. Llorando estos diez años sin abrazos.



Desperté cegada por la luz que entraba desde el patio. Salí corriendo, sin saber a qué hora era el entierro y tomé un taxi que me dejó en la sala velatoria, justo cuando el cortejo se preparaba para partir.


Laura me tomó con fuerza del brazo, empujándome hacia uno de los coches. Luego se sentó a mi lado y cerró la puerta.


-¿Pudiste dormir algo? -dijo apoyando su mano en mi rodilla.


-Sí, gracias. La casa está como siempre, tenías razón.


-Y allá, en Buenos Aires, digo ¿dónde estás viviendo?


-Cerca de Once, Balvanera se llama el barrio.


-Sí ¿pero vivís en casa o apartamento?


-En realidad es como una pensión. Alquilo una pieza… con una amiga. Así compartimos gastos, ¿viste?


-Ah, si, entiendo -dijo Laura arrepintiéndose de haber preguntado- y seguís trabajando ahí en… ¿cómo se llamaba?


-No, ahora trabajo de cajera en un supermercado. Con unos chinos, cerca de casa. Cerca de la pensión, quiero decir.


-¿Y estás saliendo con alguien? Con algún chico digo.


-No, no por ahora. Mirá, me parece que llegamos.



Al salir del auto nos abrazó un calor agobiante. Laura y yo recibimos las condolencias de decenas de personas mientras nos envolvía un bochornoso tufo de flores podridas. El cajón inició su último recorrido seguido por los familiares, formados de a dos en respetuoso silencio. Mi hermana y yo últimas, cerrando la fila. Nuestras manos chocaron un par de veces hasta que ella capturó la mía con suavidad y así caminamos durante todo el trayecto. Llegamos al final del cementerio, donde se alzaba la pared tapizada de nichos y nos detuvimos. Allí esperaba un cura listo para repetir el sermón que seguramente sabía de memoria.


-Che, Laura, ¿Miguel no viene? -le pregunté acercando mis labios a su oído.


-Miguel y yo nos separamos hace cuatro años, hermanita.


-Ah, perdón. No sabía… Bueno, al menos no tuvieron hijos. Digo, menos gente para sufrir…


-Miguel me dejó por eso, porque no puedo tener hijos -respondió Laura apretándome con fuerza la mano.


En ese momento, sin saber por qué, la miré a los ojos y no pude contener la risa. Agaché la cabeza y apreté los dientes. La carcajada salió como un gorgoteo por la nariz y me solté de Laura para taparme la cara. Ella tampoco pudo contenerse y a mitad de su risa exhaló un gritito que pareció un lamento. Tomó mi cara y me abrazó hasta quedar mejilla con mejilla.


-Sos un desastre, hermanita -me dijo entre risas, y nos apretamos cada vez más fuerte. Algunos parientes se acercaron a consolarnos. Nosotras sólo queríamos seguir así, bien juntas.



-¿Vamos a casa? -dijo Laura ya en la puerta del cementerio.


-Mi ómnibus a Colonia sale en una hora, quiero alcanzar el ferry de las seis -me excusé.


-Bueno, buscamos un taxi y te acompaño a la terminal.



Al pie del ómnibus nos miramos largamente.


-Puede ser la última vez que nos veamos -dijo Laura intentando no ser dramática- No sé por qué, pero me parece que vos no volvés más.


-Vos también podrías venir alguna vez.


-No sé, puede ser. De todas formas, si algún día querés volver al paisito, en casa hay suficiente lugar para las dos -dijo y me abrazó.


-Me tengo que ir. Gracias por todo -y me solté.


-Esperá, me detuvo agarrándome de la mano. Al final no te dije las ultimas palabras de…


-Dejalo así, no quiero saberlo -la corté subiendo al micro.


Ella me siguió con la mirada mientras yo buscaba mi asiento. Finalmente me acomodé y abrí la cortina. Ahí seguía Laura. No pude evitar leer en sus labios: “Mamá dijo…” e instintivamente cerré los ojos. Pasaron segundos interminables sin que yo quisiera mirar, hasta que el ómnibus comenzó a moverse y no me contuve.


Laura seguía allí, lista para hacerlo y yo no pude resistirme a los labios de mi hermana que deletrearon con toda claridad las últimas palabras de mamá.

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