Miró compungida, se tocó la
mandíbula y nos dijo despacio, dirigiéndose a cada uno de nosotros que ya no
soportaba más el bruxeo. Que le habían dado un protector, unas pastillas y un
gel, o algo así, dijo, pero que el bruxeo se estaba volviendo insoportable. Y
ahí nomás me di cuenta de que me molestaba. Mejor dicho, me generaba
desconfianza la gente que era capaz de adquirir una palabra nueva, una palabra
casi propia de un vocabulario técnico e incluirla en una frase cualquiera en
medio de una conversación trivial. Mucha desconfianza, casi miedo.
Y se me ocurrió que debería escribirse así,
era lo más probable. No podía ser “brucseo” ni “brucceo”, mucho menos con “v”
corta. La “b” larga es mucho más elegante; casi prefería que se escribiera así.
Podría haberla “googleado”, otra palabra que se podía considerar técnica, con
la atenuante del uso masivo que me daba un poco de tranquilidad, pero nunca se
iba a igualar a “fotosíntesis”, palabra recontra técnica pero con el bronce que
le da el haberla aprendido en la escuela, sumado al hecho de ser una palabra
difícil pero que remite una actividad sencilla de explicar y que a todos nos
cae tan simpática.
Después de un rato, ya más
tranquilo y en casa, quise creer que la “x” intermedia podía estar obligando a
la persona que pronunciaba la palabra (yo no me animaba a hacerlo en voz alta)
a hacer un movimiento con las fauces (gran palabra, hermosa palabra, casi casi
como “fulgor, pero no tanto), decía, un movimiento con las fauces que
reproducía en vivo y en directo el hecho mismo de bruxear, lo cual convertiría
a esta en una palabra que se explicaría en sí misma.
Dormí feliz aquella noche.
Paladeé la alegría de John Wilkins, el imaginario lingüista de Borges ante la
precisión de este término, y desperté tranquilo a una mañana prístina, dándome
cuenta que tales pensamientos me habían permitido dormir toda la noche, después
de mucho tiempo sin rechinar los dientes.
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