lunes, 14 de febrero de 2011

El Tío Memo


El tío Memo era un barco enorme, todo blanco y con un montón de barbudos asomados saludando. Eso al menos fue lo que yo vi aquella noche en el puerto, cuando la Tata llorando me dijo:

-Dale, Gonzita, saludá al tío Memo que se va lejos –y señaló para allá- Ahí se va mi pobre hijito –dijo y nos arrastró lejos del tumulto.

Cuando llegamos a casa nos dieron los regalos que el tío Memo nos había dejado; para Talía un muñeco al que llamó originalmente Memo. A mí, una pelota de goma azul y blanca, que cada vez que la picaba se iba derechito a las plantas, y a Jimena nada, porque era bebé y total, no entendía. Lógicamente, mamá escondió los regalos en la parte más alta del ropero del patio. En esa época mi mamá pensaba que, habiendo niños en la casa, lo más normal era que los juguetes estuvieran escondidos. Idéntico razonamiento por el cual había un ropero en el patio.

-¡Mamaaá! Dame a Memo –gritaba Talía, y yo aprovechaba y pedía por la pelota. Toditos los días, y parece que a las tías no les parecía bien que en su casa se nombrara todo el tiempo al tío Memo, así que los regalos terminaron por volver a nuestro poder.

Pasaron los años y un día vino la Tata con un sobre. Por más que estábamos en marzo, adentro había una tarjeta que decía “grattis”, que es “feliz Navidad” en sueco, o algo así. También había una foto de una mujer con una niña en brazos, y a su lado un hombre enorme con una barba negra y muy larga. Parece que en eso se había convertido aquel barco.

-Ja, postales –dijo la tía Rosa- debería dar las gracias que en lugar de meterlo preso dejaron que se fuera ¡Un delincuente! Eso es tu hijo.

La Tata miró a mamá y ella no dijo nada, entonces guardó la foto y se fue. Talía se quedó callada y yo me sentí en la obligación de explicarle cómo un barco se puede convertir en un delincuente.

Esa noche, después de que terminó la telenovela, empezaron a pasar fotos y nombres de tipos que buscaba la policía, y un teléfono para llamar. Mamá apagó la tele. Yo antes de dormir recé para que esos delincuentes no vengan a casa, y para que los encuentren pronto. A todos menos a Memo.

Yo ya sabía que Memo no era un barco, pero siempre que me lo imaginaba lo hacía subido a uno, asomado con su barba a la baranda, y a veces fumando pipa. Tampoco sabía que los barcos volvían, nunca nadie nos explicaba nada, y mucho menos que la vuelta era por el aeropuerto.

Fuimos con la Tata. Sólo Talía y yo. Estaban sus amigos que cantaban y gritaban, pero apenas saludaban a mi abuela, yo ni los conocía. Y llegó. Y la Tata se puso a llorar, y por fin salió con su valija y corrimos. Y Memo se abrazó a la Tata y le decía: viejita, viejita, acá estoy, y los amigos que apretaban desde atrás hasta que se armó un amontonamiento y fue ahí que yo escuché, escuché a alguien que dijo que mi tío Memo era un héroe. Y por fin llegó mi turno y lo abracé casi sin conocerlo y de verdad que me pareció enorme y muy fuerte. Grande como un barco.

Pasó mucho tiempo. Ayer murió la Tata y volví a ver a Memo. De camino al velatorio me acordaba de todo aquello y me causaba gracia. Y lo vi. Y volvimos a abrazarnos después de mucho, y habrá sido porque yo crecí o quién sabe, pero no me pareció tan grande. Tampoco un héroe ni un delincuente. Mucho menos un barco. Sentí que abrazaba a un niño. Un niño que lloraba porque ya no tenía a su mamá.

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