domingo, 20 de abril de 2014

Eso le va a dar alegría


Margarita no se quería bajar del tronco -vení, Cuqui, vení que si te caes te lastimás- le decía y por detrás se me acercó él. Apoyó la bicicleta ahí nomás y arrancó:
-Le puedo hacer una pregunta... perdón ¿está ocupado... o apurado?-dijo. Tendría cinco, a lo sumo seis. Margarita finalmente se me prendió del cuello y voló hacía mí apretándome los costados con sus rodillas. Celos de que otro niño me hable.
-No, decime nomás.
-Mire, señor, tengo estas piedras- y las sacó del bolsillo abriendo la mano -¿le interesan?
-No, la verdad que no...
-Son piedras comunes y corrientes, no valen nada. Pero son un poco transparentes, mire, si las pone así a la luz es como que brillan.
-¿y?
-Y que las puede dejar así enfrente de una ventana y le van a brillar. Eso le va a dar alegría. Las grandes las vendo a 25... las chiquitas no sé, dígame usted...
-¿25 qué?
-No, 25 pesos no... centavos.

Hace un tiempo me agarré la costumbre de guardar piedritas. Cuando estoy en algún lugar significativo, o haciendo algo que me hace sentir bien. Agarro un puñado de piedritas y me los guardo en el bolsillo de arriba de alguna campera. Pasa el tiempo de camperas, y al año siguiente cuando vuelve el frío me las encuentro y me alegro de recordar aquel momento. Tengo piedras de la tumba de Cortázar. Tambien de la de Guy de Maupassant y Eugene Ionesco. Tengo unas del lago Lacar, alguna tarde con Margarita. Una bellota reseca de mis primeros paseos con Celeste por Parque Chas. Una piedra no apta para camperas que me regaló Sibila para un día del padre, el día más frío del mundo mientras pescabamos en el río que tapó a Carhué -este regalo parece una porquería, pero te va a durar más que cualquier otro- dijo. Y ahí está, diez años después en la Biblioteca Moby Dick.

-Te las compro todas por 5 pesos -le dije. Se le iluminó la cara. Saqué el billete, se lo dí y él me soltó las piedras en la mano. Montó la bicicleta y salió a toda velocidad. Dijo gracias entre dientes sin mirar para atrás. Margarita se me trepó a los hombros y empezamos a galopar rumbo a mamá que esperaba en el auto. Lo volví a mirar en el momento justo que él me miró y le adiviné una sonrisa. De tan inocente creyó que me había estafado.

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